Personas invisibles

08 septiembre 2017

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Joel Díaz Fonseca

Supongo que todos en nuestra infancia soñamos con ser como el hombre invisible de las películas, incluso en los juegos con nuestros amigos seguramente “pedíamos mano” para ser nosotros ese ser misterioso y que ellos aceptaran la condición de “hacer como que no nos veían”.
 
“¿Alguna vez fantaseó con la posibilidad de tener una capa que lo hiciera invisible y le permitiese caminar entre las multitudes sin ser visto?”, preguntó BBC Mundo al reseñar, el 2 de julio de 2013, la entrega al científico británico John Pendry de la Medalla Newton, el máximo galardón que otorga anualmente el Instituto de Física del Reino Unido.
 
La medalla fue un reconocimiento a Pendry por el desarrollo de forma teórica del concepto del “manto de invisibilidad”.
 
Sin duda ha sido un sueño de los seres humanos llegar a ser invisibles. El escritor y novelista británico Herbert George Wells, famoso por sus novelas de ficción como La guerra de los mundos o La máquina del tiempo, entre muchas otras, abordó también el tema de la obsesión del hombre por la invisibilidad en su novela El hombre invisible.
 
Cuando se enfrentan situaciones embarazosas o cuando hay alguien buscando a otro para hacerle daño, en ese momento la potencial víctima quisiera tener el don de la invisibilidad, pero es imposible.
 
Hay, desgraciadamente, personas tangibles que sin embargo son invisibles a los ojos de los demás, personas de una riqueza interior incalculable, pero desdeñadas por su aspecto físico
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Recuerdo a un personaje que deambulaba por las calles del Colima de los años 60 del siglo pasado. Producto seguramente de un parto no asistido, tenía las manos y los tobillos distorsionados, además de parálisis facial. En una primera impresión nadie daba nada por él, sin embargo era realmente sorprendente su capacidad para resolver no solo sumas y restas, sino multiplicaciones con cifras de muchas unidades.
 
Se le pedía, por ejemplo, cuánto daba 27 mil 873 por 15 mil 032 y de inmediato proporcionaba el resultado. Nunca fallaba. ¿Cómo una persona con tales deficiencias físicas podía resolver problemas aritméticos que a alguien supuestamente normal se le dificultaba resolver?
Quienes lo conocieron desde niño aseguraban que fue contando canicas como adquirió esa habilidad.
 
Cuando nos topamos en la calle con personas sucias y andrajosas les sacamos la vuelta, por asco o por miedo a que nos hagan algún daño. No nos detenemos a pensar en que podemos estar ante un genio de las matemáticas, de la medicina, o de la música, escondido bajo esos harapos o esas costras de mugre.
 
Justamente es de un genio de la música, que fue reconocido mundialmente solo hasta el ocaso de su vida, a quien quiero referirme. Fue una de esas personas que se instalan en la vía pública, tocando algún instrumento musical, a quienes se considera locos solo porque visten andrajos. 
 
Nadie se detiene a escucharlos, pasan junto a ellos sin siquiera mirarlos, y mucho menos ponen atención a las melodías que salen de sus instrumentos.
 
No era invisible, pero nadie, o casi nadie, lo veía. Lo esquivaban la mayoría de las miradas.
 
Ayer se cumplieron 18 años del fallecimiento de Louis Thomas Hardin, quien fue mejor conocido como “Moondog”, un músico brillante, pero tenido por loco o extravagante por su atuendo, ya que vestía siempre una larga túnica y portaba sobre sus sienes un yelmo como el de los vikingos.
 
Este músico, compositor, poeta e inventor de varios instrumentos musicales, quedó ciego a la edad de 16 años, y durante más de tres décadas se apostó en un punto de la Sexta Avenida, en Nueva York, entre las calles 52 y 55, “a veces tocando o vendiendo música, pero la mayor parte del tiempo de pie, en silencio”, según se lee en el diccionario Wikipedia.
 
Por su atuendo se le identificaba como “El Vikingo de la Sexta Avenida”. Vivió en la calle más de treinta años, hasta que en 1972 dejó la ciudad y se fue a Europa, estableciéndose en Alemania, donde dejó muestras claras de su genio musical.
 
Un ataque al corazón terminó con su vida el 8 de septiembre de 1999, en la ciudad de Münster.
 
Músicos de la talla de Leonard Bernstein, Arturo Toscanini, Igor Stravinsky y Philip Glass reconocieron en su momento la calidad de sus composiciones musicales. Incluso cantantes como Julie Andrews o Janis Joplin interpretaron algunas de sus obras.
 
Julia Warhol, la madre del genio del “pop art”, escribió sobre Moondog, definiéndolo como “un escritor vencido por el amor a la curiosidad y que se divierte con todas las cosas que llegan a sus oídos, todo lo cual lo traslada a una sinfonía de sí mismo. Puede ser el ruido de la calle, la charla casual en una habitación o, lo mejor de todo, será esa música de la calle la que se filtra a través de la imaginación y la memoria. Esas experiencias, aburridas donde las haya, para él están muy vivas”.
 
Bird’s lament, interpretada por The London Saxophonic, y New Amsterdam, en la versión del extraordinario grupo orquestal Pink Martini, no dejan duda del genio de ese “hombre invisible”, un claro ejemplo del error de juzgar a las personas por su apariencia.
 
Antoine de Saint Exupéry lo expresó de manera muy certera en voz de El Principito: “Solo con el corazón se puede ver bien; lo esencial es invisible a los ojos”.
 
jdiaz@noroeste.com