¿Por qué los plebes ya no pistean? La paradoja de la juventud contemporánea

Alberto Kousuke De la Herrán Arita
25 mayo 2025

Durante décadas, los adolescentes y adultos jóvenes han sido el centro de múltiples preocupaciones sociales debido a su propensión a involucrarse en conductas de riesgo: consumo excesivo de alcohol, embarazos no planeados, tabaquismo, conductas sexuales sin protección, violencia juvenil, entre otras. Estos patrones han sido históricamente vinculados a la necesidad de exploración, construcción de identidad, búsqueda de pertenencia y rebeldía propias de la etapa juvenil. Sin embargo, en los últimos años ha comenzado a vislumbrarse un cambio notable y aparentemente positivo: las nuevas generaciones están participando mucho menos en este tipo de conductas.

Uno de los indicadores más estudiados ha sido el consumo de alcohol. En Estados Unidos, la encuesta nacional Monitoring the Future realizada por el Instituto Nacional sobre el Abuso de Drogas (NIDA) mostró que el porcentaje de estudiantes de secundaria que reportan haber consumido alcohol en el último mes cayó de un 41 por ciento en 2001 a solo un 18 por ciento en 2023. En el Reino Unido, el Office for National Statistics señaló que entre 2005 y 2021, el número de jóvenes entre 16 y 24 años que se consideran “abstemios” aumentó de un 18 a un 29 por ciento. Tendencias similares han sido reportadas en Canadá, Alemania, Japón y Australia.

Este patrón también se refleja en otros comportamientos de riesgo. Por ejemplo, los embarazos en adolescentes han disminuido drásticamente en múltiples regiones. En Estados Unidos, según los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades (CDC), la tasa de natalidad entre adolescentes de 15 a 19 años cayó un 78 por ciento entre 1991 y 2021. En América Latina, aunque el descenso ha sido más lento, países como México han reportado reducciones sostenidas: el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI) registró una disminución del 14.6 por ciento en los nacimientos de madres adolescentes entre 2015 y 2022. Asimismo, el tabaquismo juvenil ha disminuido de forma global. Según la Organización Mundial de la Salud (OMS), el consumo de cigarrillos entre adolescentes de 13 a 15 años se ha reducido en un promedio de 20 por ciento en los últimos 15 años.

Los motivos detrás de estos cambios no son unívocos. A menudo se citan como causas la mejora en las campañas de prevención, el aumento en la educación sexual y la mayor conciencia sobre los efectos negativos de estas conductas. Sin embargo, existe otro factor estructural que está emergiendo como pieza clave: los jóvenes están saliendo menos. La socialización presencial en fiestas, reuniones, salidas nocturnas o actividades deportivas colectivas ha disminuido notablemente en la última década. La revolución digital, intensificada por la pandemia de Covid 19, ha reconfigurado radicalmente la forma en que los jóvenes se comunican, se entretienen y construyen su identidad social.

Datos del Pew Research Center indican que en 2022, un 39 por ciento de los adolescentes estadounidenses afirman ver a sus amigos en persona “menos que antes”, y un 35 por ciento dice que “rara vez” pasan tiempo fuera de casa con personas de su edad. En cambio, el tiempo dedicado a redes sociales, videojuegos, plataformas de streaming y comunicación por mensajería digital ha crecido de forma exponencial. Según el informe Common Sense Census: Media Use by Tweens and Teens 2021, los adolescentes estadounidenses pasaban en promedio más de ocho horas al día frente a pantallas, excluyendo el tiempo escolar.

Desde una perspectiva conductual, la ecuación es simple: menos exposición al mundo físico significa menos oportunidades de enfrentarse a tentaciones, presión de grupo o contextos de riesgo. La virtualidad, en cierto modo, protege. Si un joven pasa su viernes por la noche jugando en línea desde su habitación o viendo series, está menos expuesto a escenarios propicios para el consumo de alcohol, el sexo sin protección o la violencia interpersonal. El hogar se ha convertido en un espacio seguro no solo por sus muros físicos, sino también porque ha sustituido muchos de los entornos sociales donde históricamente se manifestaban las conductas de riesgo.

Sin embargo, esta reducción en la socialización tiene una contraparte menos visible pero igualmente importante. Las relaciones humanas cara a cara son fundamentales para el desarrollo emocional, la empatía, la comunicación no verbal, la resolución de conflictos y la construcción de vínculos duraderos. La adolescencia y la juventud son etapas críticas en la maduración del cerebro social, en especial de la corteza prefrontal y las regiones asociadas con la regulación emocional y la toma de decisiones. Numerosos estudios neurocientíficos han demostrado que el contacto social directo activa redes neuronales esenciales para el aprendizaje social, y que la privación de este contacto puede alterar el desarrollo afectivo y cognitivo.

Una revisión sistemática publicada en JAMA Pediatrics en 2021 encontró una fuerte asociación entre el uso excesivo de redes sociales y síntomas de ansiedad y depresión en adolescentes. Los jóvenes que se comunican mayormente por medios digitales reportan mayores niveles de soledad, insatisfacción con sus relaciones y menor autoestima. Otro estudio longitudinal del King’s College London reveló que la reducción del tiempo social presencial predice problemas de salud mental en la adultez temprana, incluso si el individuo mantiene una vida digital activa.

Además, el tipo de interacción que ocurre en entornos digitales tiende a ser más superficial, rápida y fragmentada, dificultando el desarrollo de habilidades complejas como la empatía profunda, la negociación de desacuerdos o la expresión emocional auténtica. La creciente dependencia de filtros, mensajes breves y perfiles curados crea una cultura de comparación constante, lo cual puede exacerbar inseguridades y distorsionar la percepción de la realidad interpersonal.

Estamos, por tanto, frente a una paradoja generacional. Los jóvenes actuales parecen ser, en muchos sentidos, más prudentes, menos impulsivos y más informados que generaciones anteriores. Las estadísticas de salud pública son claras: menos consumo de sustancias, menos embarazos adolescentes, menos violencia juvenil. No obstante, estos avances conviven con un descenso en la interacción humana significativa, una disminución en las experiencias compartidas que moldean la identidad social y una posible fragilización del bienestar emocional.

Este fenómeno invita a una reflexión profunda. ¿Es sostenible una juventud en la que el riesgo se reduce a costa de una menor experiencia vital compartida? ¿Qué tipo de adultos surgirán de una generación que ha tenido menos oportunidad de explorar el mundo físico y sus complejidades emocionales? Las políticas públicas deben avanzar hacia una comprensión integral del desarrollo juvenil. No basta con prevenir embarazos o reducir el consumo de alcohol; también es necesario fomentar entornos seguros donde los jóvenes puedan encontrarse, compartir, debatir, construir vínculos reales, y aprender a navegar la ambigüedad y los matices de las relaciones humanas.

La juventud contemporánea ha logrado avances notables en la reducción de conductas de riesgo que durante mucho tiempo fueron motivo de alarma social. Sin embargo, estos logros parecen estar estrechamente ligados a una disminución preocupante en la socialización presencial. Esta nueva generación se enfrenta a un futuro en el que las herramientas digitales dominan el escenario social, pero también limitan la profundidad y autenticidad de los vínculos. El desafío para las sociedades actuales será encontrar un nuevo equilibrio: uno que combine la prudencia y el autocuidado con la riqueza de la experiencia humana compartida, tan necesaria para una vida plena y resiliente.