¿Qué tal darle un sí al Museo del Narco?
El miedo de sentirnos parte del problema

Alejandro Sicairos
08 noviembre 2022

alexsicairos@hotmail.com

Por allá a inicios de los años 80 subí junto con el fotógrafo de prensa Leobardo Espinoza a la intrincada comunidad La Canoa, de la sierra del municipio de Sinaloa, invitados por las mujeres que habitaban el poblado de no más de 40 personas, inmediatamente después de la Operación Cóndor donde Ejército y narcotráfico golpearon terriblemente a las familias inocentes en nombre de una guerra que no distinguió entre gente de bien y criminales, derechos humanos y barbarie, menos supo de gobierno formal y de facto.

Los padres de familia en su mayoría habían sido asesinados y los jóvenes y adolescentes pasaban el día en el monte hacia el que corrían al oír el ruido de algún motor de camioneta o helicóptero. En esa ocasión, para los periodistas había un platillo “especial” de agradecimiento por hacer el trayecto peligroso y tortuoso. Los chiquillos, al ver que a los forasteros nos servían frijoles caldudos y un huevo estrellado, protestaron porque tal potaje a ellos les era inaccesible.

Los cuerpos famélicos por el hambre en donde alguna vez hubo abundancia, la piel mancillada por alguna bala pérdida, bebés como fruto de violaciones sexuales y el rencor oculto en las arrugas de los viejos constituían el crudo informe de la acometida bélica más contra los pobres que en perjuicio de los capos. En las faldas de los cerros la desolación, en la cumbre la arquitectura que imitaba al Partenón pero en realidad presumía la Atenas de la marihuana en mezcla promiscua con el verde olivo.

Pienso en las tantas veces que en mancuerna periodística con Leo Espinoza subimos a las regiones montañosas del estado siempre repletas de historias dolorosas, caminos cerrados por grupos armados y tumbas faraónicas reservadas para los señorones del narco que por cierto nunca fueron ocupadas, y la herida emocional y física de niños, las madres de éstos, y ancianos asidos a la fe en su Dios para resistir hasta que la brutal embestida antinarco cesara. Y entonces elucubro cómo recuperar y mostrar esa era bestial solo con el propósito de que nunca más se repita.

Está de moda en la conversación pública local, nacional e internacional el asombro y desconcierto por la idea, la haya expuesto o no el Alcalde José Paz López Elenes, de establecer en Badiraguato el Museo del Narco, alarmándonos sin pasar la cuestión por el tamiz de la reflexión. Conmociona el joven que se echa todas las series de streaming sobre este tipo de criminalidad sin control alguno de la sangre que emana a borbotones y la ráfaga ininterrumpida con alarde de poderíos. Asusta a la familia que le da entrada al hogar a “buchones” con la etiqueta de compadres y yernos. Pasma a la feligresía que acude a persignarse al templo edificado por el súbitamente rico malandrín que gestiona así su pasaporte al cielo.

Por qué no concebir el planteamiento como punto de partida de la deliberación responsable que nos lleve a determinar si el hecho de mirar de reojo la devastación del narcotráfico ayuda a reconciliarnos con el pasado y prevenirnos en el futuro, o si la memoria como catarsis, conociendo la autenticidad tal cual es, coadyuva a trazar rutas sin borrar los puntos intermedios donde miles de familias muestran todavía la cicatriz del narcosalvajismo. Es decir, darle su lugar a la sensatez para no dar por hecho que el Museo se integrará por capillas dedicada a cada jefe criminal ante las cuales hemos de arrodillarnos y agradecerles por las crueldades infligidas.

El narcotráfico y las intentonas del Estado para abatirlo, o bien mermar a un Cártel para fortalecer a otro, han marcado ese rastro imborrable en Sinaloa como rasguño de las garras del tigre eternizado en la tierra arcillosa que baja de la sierra. Existe toda una narrativa para exponerla a los jóvenes que no ven el fenómeno más allá de la apología de reyes y bienhechores de filantropía fundada en el exterminio, niños que en pocos años deberán dirimir entre lo lícito y lo ilegal, cenotafios y desapariciones forzadas que la amnesia desvanecerá, arsenales con cachas de oro y diamantes que deslumbrarán sin la nota adjunta de las muertes causadas y la riqueza letal.

La historia del narcotráfico en Sinaloa necesita de las rememoraciones que cierren los atajos entre la exaltación desmedida de hoy y la posibilidad vivencial que en el porvenir devele a víctimas, impunidades, complicidades, imperios y sañas, para tener oportunidades de no cometer iguales errores por el desconocimiento del bache troglodita que atravesamos. Contratar a curadores, escritores, sociólogos y museógrafos que nos digan cómo contar ese lapso inhumano que redujo el valor de la vida a su más mínima expresión.

Esto es un llamado a serenarnos y permitir que transcurra el ímpetu propio de un tema tan delicado. Decidir en calma, sin querer esconder los fantasmas que todavía nos atormentarán por largo tiempo, qué sería del Museo del Narco si adquiere el enfoque de enfrentar el pavoroso espectro del negocio y los agravios dejados por los traficantes de drogas, partiendo de allí a revertir la génesis del narco de más de ocho décadas, conociéndola primero.

Un espacio para la memoria y la toma de conciencia no haría a Sinaloa más narco. Tampoco descartar su construcción mediante moralismos hipócritas alivia las llagas que a cada momento remueve el hampa para que no olvidemos sus dominios y el miedo nos mantenga medrosos. ¿Y si lográramos abordar de una manera constructiva el narcovínculo cultural-social en el que todos interactuamos?

Que exista curiosidad humana,

Para que, sin fruncir el ceño,

Repasemos desde la mariguana,

Hasta las drogas de diseño.

Rebautizado como Museo del Enervante de la Secretaría de la Defensa Nacional, existe en la Ciudad de México desde 1985 la exposición de cómo operan y viven los narcotraficantes mexicanos, con una sala importante dedicada a los de Sinaloa, con el fin de adiestramiento histórico para quienes se forman como integrantes de corporaciones militares y policiacas. La Drug Enforcement Administration (DEA) también exhibe en Virginia, Estados Unidos, la colección que da cuenta de 150 años del consumo de estupefacientes en ese país.