Racialmente daltónico
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alessandra_santamaria@hotmail.com
@Aless_SaLo
Mañana miércoles se celebra el Día Internacional de la Mujer afrolatina y afrocaribeña. Aprovechando que estoy en Brasil, país donde más de la mitad de la población es de origen africano y donde la desigualdad de oportunidades está fuertemente ligada al color de piel (situación que conocemos bien en México), pensé que no sería mala idea hacer una reflexión sobre la historia de las personas negras en Latinoamérica y cómo esta ha influido en nuestra identidad racial colectiva, lo admitan o no los gobiernos y las élites.
Tal vez algunos de ustedes ya sepan que fue apenas en diciembre de 2015 cuando el Instituto Nacional de Estadística, Geografía e Informática incluyó en su censo nacional de población a los habitantes que se identifican como negros, afromexicanos o afrodescendientes, reconociendo por primera vez que en México también existen, aunque sea en cifras menores comparada a otros países del continente (de 120 millones de mexicanos, aproximadamente 1 millón y medio tienen sangre negra).
Hace unos años escuché una TED talk sobre la importancia de la equidad de género, en la cual, el presentador contó una anécdota que me dejó marcada: “Cuando una mujer de color se levanta por las mañanas y se ve en el espejo, lo que ve es una mujer de color. Cuando lo hace una mujer blanca solo ve a una mujer, y cuando lo hago yo, solo veo a un ser vivo”.
Y así es como funciona el privilegio. Es invisible para aquellos que lo tienen. Aunque sé que millones y millones de mujeres alrededor del mundo compartimos el mismo sentir al ser criticadas por olvidar o escoger no rasurarse las axilas un día, o al ser agredidas en el transporte público, también sé que dentro de esta realidad existen experiencias muy diferentes a la mía, porque nací con el físico que hace la vida en México innegablemente menos difícil.
Tengo una confesión vergonzosa que hacer, y es una de la cual están al tanto todos mis familiares y mejores amigos. Cuando tenía 3 años, viví durante nueve meses en España, nación donde el racismo es aún más común y aceptado que aquí. Al regresar, asistí a una fiesta de cumpleaños pero no mostré mucho deseo de querer jugar con nadie, y cuando me preguntaron por qué, respondí que “porque (los otros niños) no tienen la piel suave y blanca como la mía”.
Aunque no tengo recuerdo alguno de que esto haya sucedido, los adultos que estuvieron presentes me juran que es cierto, y es una de las cosas que más me da pena en la vida. Afortunadamente crecí para convertirme en otro tipo de persona y no puedo ni imaginarme a mí misma como una mujer racista. Porque no entiendo el racismo, y lo digo en serio. No puedo concebir que existan personas que eduquen a sus hijos o influyan en sus conocidos para que traten a otros con superioridad y desprecio basándose en su etnia o raza. Me parece sinónimo de estupidez. Pero así como no puedo imaginarme lo que es ser racista, tampoco puedo imaginarme lo que es ser discriminado por tu tez. Y tengo suerte, porque pasa seguido en México para un porcentaje considerable de sus ciudadanos. Abran sus periódicos o consulten sus celulares; los ejemplos sobran.
No estoy aquí con la intención de decir que todos somos iguales porque es obvio que no lo somos. La humanidad tuvo la suerte de venir en todo tipo de empaque y nadie va a convencerme de que esa diversidad de apariencias, culturas e idiomas es algo malo. Así que celebremos que los afromexicanos forman parte de nuestra historia en lugar de fingir que no los vemos. Eso de ser “color blind”, es decir, “ser racialmente daltónico”, como dicen los gringos, no es muy creíble. Dejémonos de tonterías.