Réquiem por la ingenuidad

Ernesto López Portillo
07 junio 2025

Las elecciones judiciales desnudan el ejercicio del poder en su esencia. Siempre recuerdo mis clases con Arnaldo Córdova, quien nos condujo por una lectura amplia y profunda de Maquiavelo. Nos dejó claro lo fundamental: el poder se sostiene, en última instancia, por su eficacia; no hay poder sin la capacidad de imponerse.

Las diferencias en la historia son dos: la sofisticación del ropaje que oculta la intención y las consecuencias del dominio y la construcción de límites al impulso de avasallamiento.

A mis 20 años ya estaba relativamente cerca del poder público. Hoy puedo afirmar que existen dos mundos: el del poder visible y el del poder que opera lejos de la mirada pública.

Con el paso de las décadas comprendí que, en efecto, el poder justifica los medios en algún punto, sin importar quién lo ejerza. El espectro de esta lógica es amplio: va desde formas no violentas hasta otras que lo son.

Uno de los grandes aprendizajes de mi vida ha sido este: el poder transforma a quien lo ejerce. Surgen prácticas que revelan hasta qué punto la autorregulación -la moral- de quien detenta el poder opera hacia la contención ética o, mucho más frecuentemente, es pragmática. La retórica que más suele encubrir este fenómeno, según mi experiencia, es aquella que insiste en distinguir entre lo deseable y lo posible. Esa muletilla abre la puerta a cualquier cosa.

México no consolidó un Estado democrático de derecho, y probablemente nunca lo hará. Sin embargo, ha tejido una retórica de alcance nacional e internacional que reviste el ejercicio del poder de tal manera que, si uno se deja llevar, es fácil creer que existe un acuerdo político y social en torno a dicho arreglo institucional. No es así.

Mis investigaciones y la observación constante del ejercicio del poder público, de la influencia de las élites privadas y del tejido social relacional, me confirman algo fundamental: preferimos la negociación por fuera de la ley para resolver la inmensa mayoría de nuestras transacciones. En diversos textos he sostenido que nos resulta insoportable la igualdad, lo que incluye, por supuesto, la igualdad ante la ley.

Si miramos el arco amplio de nuestra historia, no encontraremos un poder público sometido de manera regular a la ley. Cada quien puede interpretarlo como guste, pero ese hecho es irrefutable. Lo diré de otro modo: el sometimiento del poder público a la ley en México es excepcional, frágil, coyuntural y efímero. Lo que ha avanzado no son las prácticas que lo harían posible, sino la retórica que lo disfraza.

Comprendí la lógica del régimen de partido de Estado del PRI cuando dimensioné el poder de su narrativa totalizadora, esa que construye una única historia válida y legítima, dejando el disenso fuera del relato oficial.

Esa narrativa define lo legítimo y lo ilegítimo.

La fractura transitoria de ese régimen dio paso a una etapa de fragmentación, donde diversos partidos representan intereses particulares, pero no han logrado construir una propuesta auténtica de país conforme a los principios de un Estado democrático de derecho.

Cuento por decenas los liderazgos que, desde distintos espacios partidistas, lo han intentado, sólo para terminar reconociendo sus límites. Ese momento en que alguien con poder -público o privado- comprende que no le alcanza para “cambiar el sistema” siempre me ha resultado profundamente revelador.

Después de décadas de analizar las prácticas del poder y de la sociedad, puedo afirmar que el Estado democrático de Derecho, en sentido estricto, no tiene condiciones reales para consolidarse en México.

Mi opción, entonces, es seguir tratando de descifrar las prácticas que, de algún modo, nos organizan, en especial las que reproducen la preferencia autoritaria desde arriba y desde abajo.

Y lo primero que debemos descifrar es el lenguaje del poder: lo que dice, lo que calla, pero sobre todo lo que elige nombrar de una determinada manera, sin importar su vínculo con los hechos empíricamente verificables.

Yuval Noah Harari enseña en Nexus que, a lo largo de la historia de la humanidad, el poder ha forjado su relación con la información para imponer alguna forma de verdad.

“Sí, México es el país más democrático del mundo”, afirmó la Presidenta Sheinbaum tras las elecciones judiciales del domingo. ¿Sorprende? No, y sí. No, porque así es la historia: la retórica del poder funciona en mucho, precisamente, para decretar realidades. Sí, por el exceso dentro del exceso. ¿Qué sucede cuando el ánimo alcanza para proclamar que México es el país más democrático del mundo? ¿Cómo comprender tal desbordamiento cognitivo? O esta otra escena: ahora el voto libre viene con una guía escrita por el poder hegemónico. Es libre, porque así se decreta.

Réquiem por la ingenuidad.