Rivalidad entre dos ciudades

Jorge Ibarra M.
10 febrero 2022

No soporto vivir en Culiacán, no sé cómo le haces, me dijo un amigo mientras esperábamos el autobús. Era un viernes a las dos de la tarde, y como cada fin de semana a esa hora, la estampida se hacía presente en la central de autobuses.

La gente es muy prepotente, continuó con su desahogo ya arriba del camión, cualquiera se cree buchón, no les puedes decir nada porque te amenazan, ya estoy hasta la madre, en cuanto pueda voy a pedir mi cambio, y luego se acomodó hacia la ventana, cruzado de brazos para dormir un rato cuando ya íbamos a medio camino para Mazatlán.

Esa noche me lo volví topar por casualidad en la banqueta de un bar en Olas Altas, y desde lejos me alzó un vaso de cerveza a modo de saludo, al tiempo que me hacía señas con la otra mano para que me acercara a platicar. ¿Pedimos una ballena entre los dos?, me preguntó.

El tema lo tenía obsesionado, solo que ahora platicaba una versión centrada en el dinero y las oportunidades de las que carece Mazatlán. N’ombre, allá en Culiacán sí hay billete, me decía, aquí nos falta mucho, los empleos están bien mal pagados, mi carnal trabaja en uno de esos hoteles de Quirino y nomás no le alcanza, se tuvo que meter de Uber también.

Escuchando los reclamos de mi amigo, a veces creo que entre los mazatlecos hay una especie de amor y odio hacia Culiacán. Con los culiacanenses pasa lo mismo, pero agregándole un sentido de inferioridad que los hace proclamar a la más mínima provocación, que en Culiacán todo se sabe mejor.

Quienes estamos familiarizados con el modo de vida en ambas ciudades, sabemos que entre Mazatlán y Culiacán existe una gran diferencia en el temperamento de su gente. Mientras la bravura y el arrojo distinguen la actitud de los culichis, los mazatlecos, aunque también aguerridos, suelen pasar el tiempo de manera más apacible.

En Culiacán son más formales, y las mujeres muy esmeradas para arreglarse. Las personas del puerto en cambio son más casuales para vestir, tanto que es común ver gente en short y chanclas en cualquier lugar público, algo inimaginable para los estrictos y pintorescos códigos de vestimenta que hay en la capital.

En Mazatlán tampoco se interesan tanto por la política, prefieren el mitote. Por eso el programa de radio más escuchado es “La chorcha”, mientras que en Culiacán las personas están más al pendiente de las mesas de análisis y las semaneras del Gobernador. En Mazatlán a eso nadie le hace caso.

Y es que hasta para comer cada quien tiene formas muy particulares de elaborarse sus alimentos. En Culiacán el marisco favorito es el camarón en aguachile, que se prepara con salsa negra a base de chile chiltepín, todo amontonado en una exuberante torre de mariscos. En Mazatlán lo más práctico es el ceviche de sierra con zanahoria, y para la salsa se usa mejor el chile serrano.

La música también es diferente en ambas ciudades. Lo típico de Culiacán son los conjuntos norteños que tocan ritmos frenéticos para resaltar historias de personajes que se juegan la vida. La música de viento en Mazatlán es más melodiosa y las letras de las canciones suelen contar relatos de amor.

Y así pudiéramos enumerar un sinfín de contrastes, como el que en un lugar se tome Tecate y en el otro Pacífico.

No sé si en otra parte de la República existan dos ciudades tan diferentes localizadas en un mismo estado. Al menos en el Norte del país, si uno avanza hacia la frontera, encontrarás muchas similitudes en el habla, la comida y el trazado de las calles de Navojoa, Obregón y Hermosillo. Las ciudades de Sonora parecen una réplica una de otra. Esto no pasa en Sinaloa.

Las explicaciones al carácter diferenciado suelen apuntar a determinismos geográficos. A pesar de su proximidad, Culiacán y Mazatlán están separadas por una barrera montañosa que interrumpe la llanura a la altura del Río Piaxtla, y que hizo evolucionar a cada región de forma distinta.

Así pues, mientras que Mazatlán se desarrolló de forma temprana por el empuje de la minería y el comercio marítimo; el crecimiento de Culiacán tuvo que esperar hasta que la infraestructura hidráulica y la globalización se combinaran para hacer de la capital un importante centro de operaciones de la industria agrícola.

También es revelador el tipo de migración que recibió cada ciudad a partir de la última etapa del Siglo 20. En este tiempo Culiacán acogió un fuerte influjo de población rural, que la capital no ha podido domesticar del todo debido a la debilidad de sus instituciones. Sin un respaldo social, estos grupos tienden a insertarse en un entorno urbano altamente competitivo, que exige a las personas pautas de comportamiento agresivas para sobrevivir.

Los extranjeros y turistas que atrajo Mazatlán, en cambio, han sido un impulso para el desarrollo de un carácter afable y hospitalario, aunque a la larga subordinado, que trae consigo el riesgo de una sociedad políticamente apática, que en estos tiempos ya no sabe cómo responder a la corrupción que deriva de la especulación inmobiliaria.

Por su parte, el Culiacán de los últimos años ha presenciado una fuerte conciencia cívica que busca contrarrestar la cultura de la violencia. La proliferación de organizaciones ciudadanas mantiene a la capital en la búsqueda de una convivencia más pacífica y democrática.

Ambas ciudades son complejas e interesantes. Para mí, la vida transcurre de manera fluida entre una y otra. Aun así, todavía percibo sus diferencias y aprecio sus particularidades.