Saber fallar

Jorge Alberto Gudiño Hernández
28 febrero 2023

@jagudinoh

SinEmbargo.MX

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Como parte de un ejercicio, les pedí a mis alumnos que escribieran un texto con determinadas características. Sacaron sus cuadernos y... comenzaron a escribir. Así lo hicieron durante quince o veinte minutos, los primeros, y poco más de media hora los últimos.

Lo primero que les comenté, antes siquiera de pensar en leer sus trabajos, es lo mucho que me sorprendía que, tras la petición de que escribieran un texto se pusieran, en efecto, a escribir. Me miraron con sorpresa y les expliqué: ninguno se había tomado tiempo para pensar antes de lanzarse sobre la hoja. Sin más le entraron al texto. No hubo proceso de reflexión ni se contestaron preguntas respecto a lo que escribirían, el tono, el punto de vista, la estructura y más. Se les dijo que escribieran y eso hicieron.

Confieso que varios me siguieron mirando sorprendidos, sin entender a cabalidad por qué les reprochaba haber hecho justo lo que les había pedido.

La segunda parte del ejercicio consistía en que corrigieran lo que acababan de escribir. A diferencia de la etapa previa, ahora no me obedecieron de inmediato. Al contrario, llegaron las preguntas, las quejas y hasta algunos reclamos. Parafraseo algunas: ¿corregir qué cosa?, ¿cómo voy a saber qué está mal?; mejor léalo usted y nos dice qué hacer; ¿cómo sabe que hay algo que corregir si no los ha leído? La mejor: ¿y si no hay nada que corregir?

Tengo 10 libros publicados más un par que ya están listos para cuando la editorial decida. Es decir, tengo varios miles de páginas impresas de mi autoría. Y tengo muchas más que no se publicarán nunca. Alguna vez comencé una novela y, en la página 150, decidí que no servía. La guardé. Tengo muchos más inicios que no me convencieron de los que continué. Hay cuentos archivados por doquier. Existen capítulos enteros descartados de las novelas que corrieron con mejor suerte. Es decir, aunque me dedico a escribir, desecho más palabras de las que publico. Y, como el lugar común de los autores, reniego de las correcciones y me siento inseguro al entregar un manuscrito a la editorial pues sé que algo se me sigue escapando.

Mis alumnos no. O, al menos, una notable mayoría entre ellos. Escriben y asumen que su texto está bien aunque no lo hayan planeado ni leído y sea el producto de un ejercicio del momento. Supongo que es muy probable que asuman algo similar en otras materias o actividades: ellos hacen bien las cosas a la primera. Y, cuando se topan con la realidad de que no fue así, encontrarán algún pretexto para justificar el fallo.

Da la impresión de que esta incapacidad de asumirnos falibles abreva de muchas complicidades. Quizá la más perniciosa sea la de la falta de consecuencias. Algo que, por cierto, no es exclusivo de esta generación. Baste ver cómo se cubren con un manto de infalibilidad los políticos a la hora de asumir responsabilidades. A diferencia de mis alumnos, me da la impresión de que éstos sí reconocen sus fallos, pero el cinismo activado por su conveniencia, les obliga a no hacerlo en público. La pregunta es qué tanto esta transición del no reconocimiento al cinismo exculpador se da porque los demás lo permitimos.

A fallar también se aprende.