Sensatez
En una esquina del tiempo, la palabra “sensatez” ha sido arrinconada. Como un viejo sabio al que nadie escucha, silenciada en un rincón del Congreso, entre gritos, golpes y discursos huecos. La política nacional ha dejado de ser una sinfonía de ideas contrapuestas y se ha convertido en un bar de mala muerte donde cada quien grita para no escuchar a otros.
¿Qué ha pasado en México? ¿Cuándo dejamos de construir democracia para comenzar a cavar trincheras? ¿Quién nos convenció de que la política es guerra y no diálogo? El pluralismo que floreció con tanto esfuerzo en los años noventa, regado con el sudor de ciudadanos, activistas y reformistas, ha sido devorado por un monstruo de dos cabezas: polarización y fanatismo.
La política se ha degradado. El Poder Legislativo, otrora tribuna de la palabra y el acuerdo, se ha convertido en un escenario para luchadores de barro. Ya no se discuten ideas, se reparten consignas. No se construyen consensos, se escupen insultos. Entre curules vacías de contenido, las mayorías se imponen sin pudor y las minorías se atrincheran en su impotencia.
La responsabilidad recae en todos los actores. Pero hay uno que tiene el control del timón: el gobierno y su partido. Morena, ese bodrio de pasiones y promesas, ha confundido mayoría con razón y victoria electoral con supremacía moral. Como el Club América, gane o pierda, haga trampa o no, sus hinchas lo siguen con fe ciega, negando toda crítica, justificando cada exceso.
La autocrítica ha muerto. En su lugar, reina el cinismo. Los nuevos poderosos han asumido la soberbia como forma de gobierno. Personajes como Sergio Gutiérrez Luna, Arturo Ávila y Gerardo Fernández Noroña no representan a una ideología, sino a una nueva casta de políticos que han hecho del insulto un arte, del ego una bandera y de la incongruencia una doctrina.
Cuando eran Oposición gritaban: “No puede haber gobierno rico con pueblo pobre”. Hoy, gobiernan sobre un país que no crece, mientras protegen redes de corrupción como Segalmex o se hacen de la vista gorda frente al robo del siglo: el huachicol fiscal.
Más de 550 mil millones de pesos, solo por concepto de IEPS, evadidos por la compra de combustibles de Estados Unidos y la internación ilegal y venta en México. Robo, impunidad, complacencia. Es la marca de la casa: 4T. No es un accidente, es un modelo.
Cuando el fraude emana desde la cúspide, todo se contamina. Cuando la Presidencia de la República justifica lo injustificable, cuando se glorifica la trampa, se legaliza la tranza. Cada funcionario corrupto, cada alcalde con moches, cada gobernador con cuentas ocultas, encuentra en el silencio presidencial una carta blanca. López Obrador no es un redentor, solo fue un capítulo más de nuestra larga novela de caudillos. Lejos de la altura de Francisco I. Madero y de otros protagonistas de nuestra historia; vaya, ni siquiera cerca de Ernesto Zedillo: AMLO, más bien, es un espejo roto de lo que él mismo juro ser, un verdadero demócrata.
Y mientras tanto, el País se divide. Ya no hay pluralismo, hay bandos. No hay matices, solo blancos y negros. Quien no está conmigo, está contra mí. La política se ha reducido a una contienda de lealtades, donde la razón importa menos que la camiseta.
La sensatez, esa vieja virtud republicana, ha sido expulsada. Porque ser sensato en tiempos de fanatismo es casi un acto de rebeldía. Significa pensar antes de opinar, dudar antes de gritar, escuchar antes de condenar. En este México histérico, la sensatez es revolucionaria.
Y sin embargo, es urgente. Porque un país sin sensatez es un barco sin brújula. Y estamos a la deriva.
Necesitamos rescatar el diálogo, reivindicar el disenso, restaurar el valor del argumento por encima del aplauso fácil. Urge volver a la política de la razón, no de la furia. A la política de los puentes, no de los muros.