Ser joven y no ser revolucionario

Alessandra Santamaría López
04 abril 2017

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“Ser joven y no ser revolucionario es una contradicción hasta biológica”, dijo el chileno, Salvador Allende, en 1971.
 
Actualmente estoy leyendo un libro que se llama “Tres mujeres de los sesenta”, de Sara Davidson. Es una novela de no ficción que narra cómo la autora estudió en Berkley, cuyo lema era “Ponte pacheco, échate un polvo, haz que te arresten”. Davidson participó en varias de las movilizaciones más importantes toda la historia: la lucha de los negros contra la segregación racial, el rechazo a la guerra de Vietnam, la desobediencia civil, la libre expresión de las ideas y la liberación femenina.
 
“Los tiempos están cambiando”, decían las personas que vivieron dicha época, y aunque para algunos los sesentas sólo fueron una década la cual los jóvenes utilizaron de excusa para drogarse, tener sexo colectivo y escuchar rock and roll, los sesentas le permitió a los estudiantes universitarios protagonizar un movimiento social y cultural que cambió el paradigma para siempre.
 
Cuando pienso en mi propio padre de joven, pienso en un hombre revolucionario y valiente. Mi papá fue chavo en los sesentas; sabía en qué creía y no tenía miedo de arriesgarlo prácticamente todo para conseguirlo.
 
Entonces, al pensar en él y en otros hombres y mujeres mayores que son figuras reales en mi vida, me entra la extraña sensación de que los jóvenes de ahora no somos tan revolucionarios como decimos ser. Sí esto es malo o no queda al juicio individual, lo que me llama la atención es que a comparación de lo que he escuchado y leído de los jóvenes de los sesentas, tenemos mucho pero mucho miedo.
 
Aunque en aquel entonces la colegiatura  de Berkley era mucho más accesible de lo que lo es ahora, la clase media predominaba en sus pasillos. Tanto la gran mayoría de mis amigos y conocidos así como yo pertenecemos a esa misma categoría, pero no parecemos estar dispuestos a hacer los mismos sacrificios que ellos. Compartimos notas y videos en nuestras redes sociales donde decimos lo tristes y decepcionados que estamos del ambiente político/ecológico/social del momento, pero raramente tomamos la decisión de tomar cartas en el asunto. Siempre menciono en mis clases que no soy una chica revolucionaria porque tengo mucho que perder.
 
Hace unas semanas leí un ensayo sobre el movimiento #YoSoy132 que comenzaron los estudiantes de la Iberoamericana. El consejo del movimiento invitó a una chica que lideró la movilización estudiantil chilena en 2011, y gracias a su testimonio me percaté de que los estudiantes chilenos, quienes habían oído de las bocas de sus propios padres lo que era vivir en una dictadura, sabían a qué se enfrentaban y no se echaron para atrás cuando llegó la hora de un enfrentamiento físico. En cambio, los estudiantes mexicanos, que en su mayoría pertenecían a una de las universidades más caras y elitistas de todo el País, no estaban dispuestos a lo mismo.
 
Porque tenían miedo, porque sus vidas eran demasiado buenas para arriesgarlo todo por mejorar las vidas de una clase social a la que ni si quiera pertenecen. Porque al finalizar sus paneles, debates y marchas, regresarían a las casas dentro de los mismos lujosos barrios que comparten con los políticos contra quienes protestaban.
 
A comparación, los campesinos y obreros que se les unieron exclamaban: “Vamos a tomar la sede de Televisa, y si nos matan pues nos matan”.
 
Ya me pasé del número de caracteres que me dan para esta columna, pero piensen en esto: ¿Qué es ser revolucionario al final? Para Bob Dylan era “Padres y madres, no critiquen lo que no pueden entender, que sus hijos e hijas están más allá de sus ordenes”. Todavía estoy descubriendo lo que significa para mí.
 
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