Trump y la élite del poder: la única regla es someterse
En la era de Trump, el ejercicio del poder se distingue por su enfoque unidireccional, impulsado más por deseos personales e impulsivos que por una reflexión seria sobre sus consecuencias a largo plazo.
Esta actitud no solo afecta a Estados Unidos, sino que tiene repercusiones globales, especialmente en áreas clave como el empleo y el bienestar social.
Las decisiones tomadas sin un análisis adecuado, a menudo guiadas por los estados de ánimo de una sola persona, generan un caos económico que impacta directamente en la vida de millones.
De este modo, el futuro de muchas personas queda subordinado a la volatilidad de las decisiones de una élite de poder.
Trump ha utilizado su posición para imponer su voluntad sobre otras naciones, aplicando medidas como los aranceles de manera unilateral, sin considerar el bienestar de los países afectados ni las consecuencias a largo plazo para la economía global.
En este escenario, el poder no se ejerce con la intención de construir entendimientos mutuos ni de generar consensos, sino con el objetivo de someter y controlar.
La negociación, en lugar de ser un proceso equitativo, se convierte en una dinámica de presión constante para aceptar condiciones impuestas, sin espacio para el desacuerdo.
El problema central de este modelo de ejercicio del poder es que la voluntad de una sola persona pasa a ser la norma dominante. Como bien apuntó la filósofa Hannah Arendt, “el autoritarismo no se basa en la persuasión, sino en el poder de la coerción”.
Esto implica que, en lugar de fomentar una sociedad construida sobre el diálogo y el respeto mutuo, prevalece la imposición de decisiones desde las esferas más altas del poder.
En este sistema, la obediencia se convierte en un requisito indispensable para participar en el proceso, mientras que la resistencia es aplastada.
Lo más alarmante de este modelo de poder no es solo su concentración en la figura de Trump, sino que refleja una tendencia más amplia: las élites políticas y económicas buscan centralizar el poder y mantenerlo a toda costa, relegando a la ciudadanía a un rol pasivo.
El diálogo y la construcción de consensos democráticos son desplazados por la imposición autoritaria, y las reglas del juego dejan de ser el fruto de un esfuerzo colectivo para convertirse en imposiciones que benefician a unos pocos.
En este contexto, la participación activa de la sociedad y el respeto por las instituciones democráticas se ven cada vez más amenazados, mientras que el bienestar común queda subordinado a los deseos de unos pocos en la cúspide del poder.