Un resentimiento flota entre la brisa mazatleca

Omar Lizárraga Morales
28 abril 2025

La reciente noticia del vandalismo a una casa en Mazatlán, supuestamente propiedad de un extranjero -que terminó siendo tan mazatleco como su apellido Lizárraga-, es una herida visible que expone una enfermedad silenciosa: el resentimiento hacia lo estadounidense.

Y es que, todo empezó por un video viralizado en las redes sociales acusando al propietario de la vivienda, supuestamente extranjero, de correr a un trabajador que comía en la banqueta de su casa. La molestia colectiva no fue tanto por la acción, sino porque el protagonista del video era estadounidense.

Ese resentimiento, que desata furias disfrazadas de justicia social, va más allá de la indignación momentánea. Este acto nos obliga a preguntarnos qué clase de sociedad estamos construyendo, y a quién creemos tener derecho de excluir o castigar.

Pintas, destrozos y gritos de odio no son protestas, mucho menos manifestaciones pacíficas: son crímenes. Nada, absolutamente nada, justifica que una propiedad privada sea atacada solo por el hecho de pertenecer -o creerse perteneciente- a alguien “de fuera”. Estos actos, alimentados por rumores, prejuicios y desinformación, siembran desconfianza en la ciudad que todos compartimos. Convertimos al “otro” en enemigo, y a la violencia en un lenguaje legítimo.

Mazatlán, históricamente, ha sido una ciudad abierta al mundo. Su prosperidad está tejida por turistas, inmigrantes y visitantes de todo tipo. ¿En qué momento dejamos de ver al extranjero como aliado, como vecino, para convertirlo en blanco de resentimiento? ¿Qué imagen estamos proyectando cuando respondemos con huevazos y pintas en vez de diálogo?

Este resentimiento hacia el extranjero no siempre se expresa abiertamente, pero flota en el aire: en las bromas sarcásticas, en las quejas de sobremesa, en los gestos de desdén hacia quienes cruzan la frontera buscando sol, playas y, en ocasiones, una vida más asequible. Es un sentimiento complejo, cargado de historia, frustración y, también, de malentendidos.

Sí, la relación entre México y Estados Unidos ha sido larga y muchas veces injusta. Invasiones, pérdidas territoriales, explotación económica, desprecio cultural: hay cicatrices que siguen abiertas. Pero convertir esa historia dolorosa en odio cotidiano hacia individuos concretos no es un acto de resistencia, es una forma de empobrecimiento moral.

Se acusa a los estadounidenses de encarecer ciudades, de acaparar espacios, de imponer su presencia sin integrarse. A veces esas críticas tienen fundamento, pero generalizar y culpar a todos por igual es caer en el mismo reduccionismo que tanto hemos padecido los mexicanos en el extranjero. Esa lógica simplista no construye justicia; sólo profundiza la división.

Además, el resentimiento suele ser una salida cómoda: nos evita mirar hacia adentro. Es más fácil culpar al “gringo invasor” y/o prepotente, que exigir a nuestros propios gobiernos que regulen el mercado inmobiliario, que protejan los derechos laborales de los trabajadores de la construcción, que diseñen ciudades más inclusivas. El verdadero problema no es la presencia del extranjero en sí, sino la ausencia de políticas públicas que prioricen el bien común.

México, y en particular Mazatlán, deberían poder relacionarse con el mundo desde la dignidad, no desde la desconfianza ni el desprecio. Reconocer nuestras heridas históricas es legítimo y necesario, pero utilizarlas para justificar la hostilidad perpetúa un círculo de violencia simbólica que nos aísla, nos empobrece y nos fractura.

Resentir es sencillo. Construir respeto mutuo, exigir respeto en ambas direcciones, es el verdadero desafío. Y es el único camino hacia una convivencia que honre lo mejor de nuestra identidad: la calidez, la hospitalidad y el orgullo de ser mazatlecos.

Hoy, esa casa vandalizada en la colonia Palos Prietos es un símbolo incómodo, no sólo por el daño material, sino por el deterioro de nuestra convivencia y nuestro contrato social. Mazatlán merece mucho más que rabia ciega. Merece ciudadanos críticos, sí, pero también responsables; ciudadanos que defiendan su ciudad, no que la destruyan.

Finalmente, todas y todos debemos tener en mente que, si normalizamos la violencia como respuesta a un rumor que se viraliza en las redes sociales, mañana cualquiera de nosotros podría ser el próximo blanco.

Es cuanto....