Valentina

Arturo Santamaría Gómez
25 diciembre 2021

Valentina, la niña violentada en el puerto de Mazatlán, es el símbolo más reciente del dolor, en plena temporada navideña, de la sociedad sinaloense en esta época aciaga.

Se acostumbra que muchos columnistas dejen por unos días, o al menos algunas horas, los temas “duros” y, en su lugar, recomienden buenas lecturas, películas interesantes y, si se puede, amorosas, pero me resultó imposible borrar de mi mente la imagen, por cierto, abstracta porque no he visto foto alguna de la niña ultrajada, ni puedo dejar de imaginarme el dolor de su familia y sus amiguitos.

De por sí 2020 y 2021 han sido años de sufrimiento y pésame debido a la pandemia, pero la sociedad mexicana se ha agravado con la violencia inclemente del crimen organizado, ahora potenciada por la violencia intrafamiliar que ha atizado el enclaustramiento covidiano.

México no está tan solo contagiado masivamente por el virus sino también por una violencia multifacética. Y esto seguirá sucediendo mientras continúen aumentando los grandes problemas sociales y la pobre respuesta de las autoridades mexicanas a los delitos.

La impunidad del crimen es una de las marcas más lamentables de nuestro raquítico sistema de justicia, pero no de ahora sino de toda nuestra historia. De hecho, no es tan solo un problema legal y político sino también cultural. La tolerancia en gran parte de la sociedad mexicana a la violencia es incomprensible, pero rotundamente real.

Por fortuna, en el caso de Valentina su familia, sus amiguitos y vecinos, así como organizaciones feministas, manifestándose públicamente, y medios como Noroeste, no han permitido que el lamentable caso pase sin más, como muchos otros.

Solo la acción de la sociedad civil, así sea ocasional, puede lograr que, en algunos casos, las autoridades reaccionen y actúen.

En un país donde impera el Derecho un caso como el de Valentina no quedaría impune, pero en México, y específicamente en Sinaloa, nada se puede asegurar. Si hacemos caso a las estadísticas, estas abrumadoramente nos dicen, con pesimismo, que las probabilidades de que no se encuentre como culpable al presunto violador y asesino, son altas.

No dejemos que eso pase, ni Valentina, ni ninguna niña, ni ninguna mujer merecen que eso suceda.

Los migrantes mexicanos, centroamericanos, caribeños y sudamericanos que cruzan el territorio nacional, con su peregrinación, son personajes que simbolizan otro de los grandes dolores de nuestro presente. Un pesar que, seguramente, será muy prolongado porque no se ve cómo, a corto plazo, pueda tener un remedio.

En muchas ciudades de México, y Mazatlán no es una excepción, los hemos visto caminar por nuestras calles y solicitar ayuda a lo largo de varios años. Sin embargo, en estos días se han hecho más visibles peregrinos haitianos de todas las edades, pero también se han sumado cubanos, venezolanos e incluso africanos. Nuestro País es un territorio de emigración, y cada vez más de inmigración, donde destacan los latinoamericanos, sobre todo colombianos, venezolanos, cubanos y centroamericanos, y de migración de tránsito, aquí sí de muchas partes del mundo, incluyendo asiáticos y brasileños, pero fundamentalmente centroamericanos y haitianos. Pocos territorios del mundo reúnen estas tres características: emigración, inmigración y tránsito migratorio. Por su ubicación geográfica México se ha convertido en una trinidad migratoria.

México, desde la Guerra de los Cristeros, no brindaba emigrantes por desplazamiento forzado, por la violencia. Con la espiral que ha generado el crimen organizado y su control de territorios han creado una variante que ya existía en Colombia y Centroamérica desde hace décadas: los desplazados por la violencia. Michoacán, Jalisco, Guanajuato, Zacatecas, que ya de por sí eran desde hace décadas, precisamente desde la Guerra Cristera, entidades de emigración hacia Estados Unidos, ahora lo vuelven a ser gracias a la violencia criminal. Y Sinaloa no se queda atrás.

En fin, las noticias decembrinas no son nada halagüeñas, pero les deseamos con la máxima religiosa de la fe:

Que esta Navidad sea lo más feliz que sea posible y que el Año Nuevo sea un poco mejor que el ya a punto de finalizar.