Verdades compradas: expertos al servicio del mercado

Alberto Kousuke De la Herrán Arita
28 septiembre 2025

El reciente caso de un académico de Harvard (Dr. Andrea Baccarelli) que recibió pagos (150,000 dólares) para declarar como “experto” en juicios que buscaban vincular al paracetamol con el autismo, pone de relieve un problema que va mucho más allá de un medicamento en particular.

El paracetamol, utilizado durante décadas en todo el mundo para tratar fiebre y dolor, ha demostrado ser seguro cuando se usa adecuadamente y no existe evidencia científica sólida que lo relacione con el autismo, una condición de base genética y neurobiológica.

Sin embargo, la sola posibilidad de que un experto prestigioso sugiera lo contrario, aun sin pruebas, basta para sembrar miedo, confusión y litigios millonarios. Este episodio revela cómo el prestigio académico puede ser manipulado a través de sobornos, transformando la voz de la ciencia en un recurso al servicio de intereses privados.

La compra de opiniones expertas no es un fenómeno nuevo. A lo largo de la historia, industrias enteras han recurrido a esta práctica para retrasar regulaciones o para proteger sus ganancias, incluso, a costa de la salud pública.

El caso más notorio es el de la industria tabacalera, que durante décadas financió a médicos, científicos y comunicadores para negar o minimizar los efectos del cigarro sobre el cáncer de pulmón. La estrategia no buscaba demostrar la inocencia del tabaco, sino sembrar dudas en la opinión pública con la frase “aún no hay consenso”, retrasando así medidas regulatorias.

Otro ejemplo global es el del plomo en la gasolina: desde mediados del Siglo XX, empresas productoras como Ethyl Corporation patrocinaron estudios que negaban la toxicidad del plomo, a pesar de que ya existían datos claros sobre sus efectos neurológicos devastadores en los niños.

Lo mismo ocurrió con el asbesto, un material de construcción que fue defendido durante años por “expertos” pagados por la industria, mientras miles de trabajadores morían de mesotelioma y fibrosis pulmonar.

En México, la influencia del dinero sobre las voces científicas también ha sido evidente.

La industria refresquera y azucarera, con Coca-Cola México como protagonista, financió investigaciones diseñadas para desviar la atención del papel de las bebidas azucaradas en la obesidad y la diabetes. Estas estrategias incluyeron el patrocinio de proyectos académicos y la promoción de voceros médicos que minimizaban los riesgos, retrasando la adopción de medidas como el etiquetado frontal de advertencia.

El sector de alimentos ultraprocesados, a través de la ConMéxico, utilizó tácticas similares para desacreditar estudios sobre la “comida chatarra” y su impacto en la salud infantil, ejerciendo presión sobre legisladores y autoridades de salud.

El sector energético también ofrece ejemplos reveladores.

Grupo México, responsable del derrame de sulfato de cobre en el Río Sonora en 2014, fue acusado de financiar peritajes y contratar expertos que minimizaron los daños ambientales y de salud derivados del desastre, a pesar de las afectaciones persistentes en comunidades locales.

Estos episodios muestran que, cuando el dinero compra credibilidad científica, las consecuencias recaen directamente sobre la sociedad: se debilita la confianza pública en la ciencia, se retrasan regulaciones que podrían salvar vidas y se perpetúan daños sociales y ambientales de gran escala.

El patrón es inconfundible. Ya sea con tabaco, plomo, asbesto, refrescos, comida ultraprocesada o contaminación ambiental, la lógica ha sido la misma: sembrar duda donde hay evidencia, pagar a expertos para maquillar la realidad y posponer decisiones que beneficien al bien común.

El costo de esta manipulación es enorme, porque mientras los intereses privados ganan tiempo, la población pierde salud, seguridad y confianza en sus instituciones.

El desafío actual consiste en blindar la ciencia y la academia de estas prácticas, fortaleciendo la transparencia en la financiación de investigaciones, regulando los conflictos de interés y fomentando la rendición de cuentas.

La ciencia debe ser un espacio de verdad y servicio público, no una herramienta de mercado. Mientras las opiniones expertas puedan ser compradas, el conocimiento pierde su valor como guía confiable, y la sociedad entera paga el precio de la desinformación.

Cuando un académico o “experto” se presta a intereses económicos y utiliza su prestigio para sembrar dudas, el daño que genera en es doble: por un lado, debilita la confianza en la ciencia y en las instituciones que deberían proteger la salud y el bienestar de la población; por otro, frena avances urgentes en temas de salud pública, medio ambiente y regulación industrial, prolongando problemas que ya cobran vidas y recursos.

Estos personajes, más que defender la verdad, actúan como intermediarios del poder económico, y en un país con desigualdades tan marcadas como el nuestro, su influencia termina golpeando sobre todo a las comunidades más vulnerables.

Lo que México necesita son perfiles científicos y técnicos que combinen rigor académico con independencia ética, personas capaces de rechazar conflictos de interés y de comunicar evidencia con transparencia y claridad.

Se requieren investigadores con compromiso social, que entiendan que su labor no es solo producir conocimiento, sino garantizar que este se use en beneficio del bien común.

Asimismo, es fundamental que existan líderes en salud, medio ambiente y educación que actúen con integridad y que estén dispuestos a confrontar intereses privados cuando estos amenacen la salud y el futuro del país.