La tragedia de María Félix y la vida después de una inundación
En Sinaloa, las afectaciones por las lluvias son algo cotidiano, pero ¿qué tanto afecta a quienes son víctimas de estos daños que pueden o no prevenirse? El doctor Omar Mancera González explica el caso desde las ciencias antropológicas
Ya era de noche cuando María Félix lo perdió todo por la inundación.
Los muebles que pudo comprar con años de trabajo quedaron reducidos a una pasta de aserrín húmedo y tablas dobladas.
Las camas sirvieron de flotador para resguardar a los animales más pequeños, mientras los más ágiles subían al techo.
Entre las penumbras intermitentes del vaivén de la energía eléctrica, María se arremolinaba en aguas oscuras y pestilentes que entraban por las ventanas.
Manos le faltaron para salvar sus añoranzas: fotos, muebles y recuerdos de una vida que se le iba, literalmente, entre los dedos, junto al desbordado arroyo que arrasaba con su casa.
“Imagínese, haga de cuenta que se nos acaba el mundo. Yo, mi hija y mi hermano llorando porque estábamos solitos. Los niños, mi hermanita por arriba de la casa, estaba la muchacha arriba de la casa, por ahí pasó los niños porque ya el agua los estaba tapando ya. Los perritos los tuvimos que aventar a la casa, aventar para los techos, y los gatitos”, dijo.
“Y cuando nos dimos cuenta, ya llevaba frijol, azúcar, los tanques de gas... y haga de cuenta que atrás empezó a subir el agua, empezó a subir porque aquí estaba un solo mar, un solo mar. Y al igual, el agua de atrás, al salir para allá, la de afuera se metía para adentro y hacía remolino allá. Haga de cuenta un remolino, entonces nosotros andábamos dando vueltas, no hallábamos si correr para allá, pero para donde nos hacíamos estaba igual”.
Ambas, tanto María como su hija, se pusieron a rezar; después se abrazaron con su hermana. Lloraron, porque el agua ya les llegaba hasta el pecho.
Días después, con el alma rota y las manos llenas de ampollas, por tratar de rescatar los restos mojados de su patrimonio, la caridad de los vecinos y familiares llegó.
La necesidad une a la comunidad que padece las mismas penurias.
María también reflexiona sobre un apoyo económico que llegó junto a una caravana de fotógrafos oficiales que enfocaban más a quien los entregaba que a los damnificados de la tormenta.
“Mi familia me mandó a regalar zapatos, ahí tengo bolsas. Todo lo que mira, puro regalado. Pero por parte del gobierno no nos han ayudado para nada. Y no nomás ahí -señala el refrigerador-, me cobraron 500 pesos”, agregó.
Lamenta además que los 6 mil pesos que le dieron de apoyo, como eran por terreno damnificado, terminó siendo para tres familias.
“Entonces, haz de cuenta que fue nomás para el puro frijolito y eso, porque a mí me llevó todo: tenía mandado, todo me lo llevó el arroyo”, señaló.
María vive sobre la calle Mariano Paredes, en la colonia Lázaro Cárdenas. Un arroyo pasa a un costado de su vivienda y, desde hace 25 años, vive con la zozobra de saberse vulnerable al agua.
Cada lluvia, por pequeña que parezca, pone en riesgo su patrimonio y su vida.
Ella mira al techo de su casa y se pierde en esa conclusión: su vida depende de cuánta lluvia caiga en Culiacán.
La vida después de la inundación
Omar Mancera González, doctor en Ciencias Antropológicas, estudia el fenómeno de los desastres y su impacto en las víctimas.
Lo que ha descubierto es que el daño por una inundación va más allá del hecho en sí: la pérdida del patrimonio, las mascotas y las añoranzas golpean directamente la psique de los afectados, quienes pueden desarrollar estrés postraumático.
“Las agencias gubernamentales o los mismos estudiosos de los desastres, o las agencias de Protección Civil, atienden solamente la conflagración, o sea, el momento y el post desastre inmediato”, lamentó.
“Llegan y te dan tus seis mil pesos o tu despensa, y creen que con eso la gente se va a recuperar, va a comprar todos sus muebles, va a recuperar sus animales o los árboles frutales que se les hayan muerto. Pero hasta ahí llega la labor de las agencias de asistencia”.
El impacto, según han descubierto, es “psicosocial posterior”.
Han documentado casos en zonas donde se inundan con frecuencia, como el sector Humaya, en Culiacán, en donde las personas presentan estrés postraumático que no fue tratado.
Para los afectados por inundaciones, cada lluvia genera angustia o ansiedad. Casos como el de María, donde el lugar donde formó su vida es vulnerable al agua, muestran cómo la mente permanece en alerta, pensando constantemente que perderá todo su patrimonio con cualquier brisa.
“Entonces, el hecho de que cada lluvia me ocasione angustia, ansiedad o estrategias de sobrevivencia específicas, lo que indica es que la gente tiene estrés traumático, y lo peor es que no está detectado. Esas son las consecuencias a largo plazo de las inundaciones. Las de corto plazo son claras: se inunda, pierdo mis cosas, mis animales... pero lo psicosocial se queda a largo plazo”, destacó.
“Eso termina afectando mis relaciones sociales, familiares y con el entorno. Vivo en un lugar que no considero seguro, pero no me puedo mudar porque no tengo los recursos. Entonces, ya no vivo tranquilo. En cada temporada de lluvias, la gente aumenta sus tensiones. Y sabemos que lo psicológico está ligado a lo físico: se somatiza, y la gente termina desarrollando afecciones como presión arterial elevada”.
Esto, agregó, también aumenta la morbilidad, ocasionado por el estrés postraumático.
Se entiende que normalmente estaba ligado a hechos violentos o de alto impacto, pero, a través de entrevistas y trabajo de campo, los investigadores han demostrado que son síntomas y conductas muy similares.
“La gente, aunque no se remite a un hecho violento, sí a un hecho que marcó su vida, como una inundación”, expresó.
El doctor Mancera precisó que, desde la perspectiva antropológica, los desastres obedecen más a un tema social: cómo se planea una ciudad y si la infraestructura pluvial es suficiente para garantizar la seguridad de los ciudadanos.
“Nosotros insistimos mucho, desde la antropología, en que los desastres no son naturales, son sociales. Y desde ahí hay que partir. Son sociales en este sentido: llega una empresa y construye una nave, por ejemplo, y desfoga las aguas hacia las casas, o tapa el flujo natural del agua que antes no inundaba”, dijo.
“Porque unos se inundan y otros no: eso depende de cómo percibimos el riesgo. Según cómo percibo el riesgo, decido si construir mi casa junto al canal o un poco lejos, o en una región alta. El hecho de que uno se inunde y otro no, no es una cuestión fortuita, sino de cómo nos hemos distribuido espacialmente en la ciudad y de cómo percibimos el riesgo”.