El Chacal

NTX
16 noviembre 2015

"Al fondo de mi culpa lo miré una noche en que volvía del trabajo"

Al fondo de mi culpa lo miré una noche en que volvía del trabajo. Llegando a la orilla del canal, después de atravesar el puentecillo, me topé de repente con una figura espectral. El Chacal, con una mano en el vientre sangrante y la otra blandiendo un cuchillo que vi brillar en la oscuridad, se me abalanzó. Yo me encomendé al cielo, pero él únicamente se dejó caer como un bulto; al momento sólo sentí un pesado abrazo de alguien que no terminaba de morir, un abrazo de alguien que estaba cayendo a un canal oscuro. 

En ese trance se me vino a la memoria un torrente de imágenes de nuestra vida en la colonia Moderna, uno de los asentamientos proletarios en las orillas de la ciudad. 

Era una vida como la de toda la gente recién llegada del rancho o de las ciudades aledañas, normalmente miserable y con sus tragedias particulares, pero con la esperanza de ir construyendo una casita y un patrimonio propio aunque fuera raquítico. Ahí crecimos, en un barrio sin servicios mínimos, en una calle escondida y polvosa, en un callejón atiborrado de familias pobres y numerosas; sin padre ni madre, sólo teníamos a la abuela que se la pasaba trabajando para mantenernos. Nos criamos en un ambiente con olor a canal de Miramontes y en donde las moscas constituían una compañía obligada. 

El Chacal era de baja estatura, su figura delgada de pelos tiesos y despeinados pegados a una cabeza hundida entre huesudos hombros de perro salvaje, dibujaban una figura que caminaba como si tuviera un pie lastimado y con unos brazos siempre pegados a las costillas que resaltaban su desconfiada y fiera mirada, la cual se lanzaba amenazante contra quienes pasaban a su lado. Así era Martín. El huérfano que también fue criado por mi abuela. 

Pero el destino nos hizo caminar por caminos partidos: mientras yo iba a la escuela, Martín la abandonó; mientras yo jugaba con otros niños al trompo, al tacón o al futbol, El Chacal se iba solo a las orillas del canal de aguas negras a matar ratas o a buscar cualquier cosa rara que le pareciera valiosa. Mientras yo me convertía, como decían los vecinos, en un chamaco "normal", Martín, "El Chacal", se transformaba en un joven delincuente cargado de una energía radicalmente ajena a cualquier norma de convivencia. 

La abuela rezaba a la luz de una veladora todas las noches pidiéndole a Dios por nosotros, pero cuando llegaba a la parte de Martín, la abuela me hacía rezar junto con ella. 

Su forma de ser siempre fue huraña, poco sociable, le molestaba la gente. Prefería andar solo como coyote hambriento, como un chacal solitario en busca de satisfacción a sus instintos animales. 

Desde niño Martín se había enredado con los maleantes del barrio y luego con otros más pesados. Pero poco a poco fue construyendo su propia reputación. Su especialidad a los 16 años era el robo a mano armada. Cuando salía a rondar por las noches, llevaba una larga punta de acero oculta bajo su chamarra. Ese pedazo de varilla puntiaguda se prolongaba por todo su brazo y con ella amagaba a sus víctimas. El gorro negro que usaba hasta los ojos lo hacían irreconocible. 

Nunca dijo nada, pero yo sabía que había sumido esa punta en el cuerpo de varios que de seguro llegaron a oponerse a sus atracos, pues en varias ocasiones, por la madrugada, la vi manchada de sangre cuando llegaba a dormir a la casa. 

Percibía su olor cuando silencioso se metía en la cama infectando el ambiente de sudor de varios días, patas apestosas de hongos purulentos y aliento de engrudo podrido. Muchas veces me la pasaba en vela nomás de pensar en el monstruo que vivía con nosotros. Temía que me fuera a matar en una desconocida que me diera, por eso siempre le miraba las uñas, si parecían ganzúas no pegaba los ojos. 

Pero al mismo tiempo, en el insomnio, pude escuchar los quejidos que emitía como si viviera en una eterna pesadilla. Babeaba mucho y despertaba constantemente. En más de una ocasión lo escuché sollozar y me daba lástima, entonces lo tapaba con una cobija para que no temblara tanto. Sólo hasta el amanecer se quedaba profundamente dormido. En realidad El Chacal dormía poco, comía poco y nuestra convivencia era casi siempre entre el silencio y la pelea. Tal vez eso fue lo que me hizo tomar conciencia de lo distante que cada día nos encontrábamos él y yo. 

Sí, sí… Claro que era un drogadicto, pero Martín no sufría de ansiedad por falta de drogas ya que siempre cargaba algo. Se metía lo que podía: pastas, cristal, perico, pero su droga cotidiana, la más barata y fácil de conseguir era el cemento, que inhalaba en una bolsa de plástico o bien de su mano enrollada. Lo vi infinidad de veces meterse a la letrina que había al fondo de la casa a drogarse, a menudo con mariguana, casi siempre con ese cemento que usaba el zapatero para pegar las suelas del calzado. 

Cuando salía, su mirada parecía serpentear y su andar era torvo. Aun así no dejaba de amagarme, de pegarme al paso o de corretearme para hacerlo. Sus pocas palabras hacia mí estaban cargadas de violencia: "¡qué me ves, pendejo!" 

El miedo al Chacal alimentaba mi odio. Cada vez que lo veía sufría mucho y, al mismo tiempo, con rabia sentía ganas de hacerle daño. Cierto día me enfrenté a él y rodamos por la tierra; al verme sometido boca abajo tragando polvo, le aventé unas tijeras que le hirieron por la espalda. Ello no cambió sustancialmente la relación, aunque aminoraron un poco nuestros encuentros. 

La pestilencia y lo fangoso de las orillas del canal lo hacían un lugar peligroso y repulsivo. En él algunos niños murieron ahogados. Era justo el lugar de recreo de un joven como El Chacal, dedicado a la mala vida. Pero la vida no es lineal. Un día en que los niños más pequeños del barrio jugaban junto a ese río oscuro, resbaló uno de ellos y la corriente lo arrastró varios metros. Ante la mirada azorada de los pequeños, El Chacal se tiró al canal y lo sacó hasta la orilla. La madre del chamaco llegó unos minutos después asustada, y se sorprendió por la acción heroica del joven, a quien no pudo agradecerle, pues éste, una vez que vio vivo y tosiendo al niño, se marchó. 

A mí me reventaba que El Chacal no le tuviera miedo a nada ni a nadie. En cambio yo me convertía cada día en un tipo más y más pusilánime y temeroso, sobre todo en su presencia. 

Recuerdo que cierta tarde, después de una discusión y de reclamos entre delincuentes, El Chacal retó a muerte a otro temible sujeto apodado "Zurracas", quien, en tamaño, antigüedad y experiencia delictiva, le llevaba un buen trecho. El encontronazo se realizó cerca del canal a cuchillo limpio. Ambos se hirieron gravemente y la sangre goteaba manchando el polvo sin encharcarse. La gente miraba desde lejos. Yo sentía una gran excitación. Me dolían las heridas de Martín, pero al mismo tiempo deseaba su muerte. Al final, la pericia y la fuerza del "Zurracas" terminó por vencer al perro callejero. 

Asustado lo vi cuando al recibir los últimos piquetes de cuchillo en su vientre, volteó a mirarme con una tristeza infinita. Sufrí cuando el "Zurracas" lo arrojó con saña a las aguas putrefactas del canal que lo cubrió rápidamente con su manto negro. Pero sufrí mucho más, lo indecible, cuando cruzó por mi memoria el momento en que le dije al "Zurracas" que El Chacal era quien le había robado el paquete de yerba. 

Esa noche cayó sin tregua y sin luna. El remordimiento hizo que las heridas de Martín, "El Chacal", se tatuaran en mi pensamiento. Y mientras mi abuela enferma da gracias a Dios por habérselo llevado, yo lo cargo como un cadáver que no termina de morir. Lo sueño sacando sus brazos de las aguas negras y gritándome algo que no alcanzo a entender, tal vez suplicándome que lo salve o que lo entienda o tal vez que lo termine de matar. Aún no sé si debo pedirle perdón a mi hermano gemelo… o rezar junto a mi abuela dando gracias a Dios.