El Octavo Día

Juan José Rodríguez
15 noviembre 2015

"Días de guardar"

La Cuaresma, al igual que el Carnaval, son puntos de encuentro cumbres del espíritu. Una parte es fiesta popular y la otra experiencia mística, según sea el caso y la conciencia individual o colectiva.
Por ser el nuestro un destino turístico la consecuencia es que ambos polos se encuentran y, por lo tanto, finalmente se rechazan. En esa zona de magnetismo emocional palpitan nuestras almas y criterios.
"Cuaresma" viene de 40, número que antes de se usaba como un equivalente a "mucho", así como ahora decimos "mil"… (Los aztecas, quien sabe por qué motivos, usaban el "400" para hablar de grandes cantidades).
El número 40 posee resonancia mágica en la Biblia y Oriente. Tenemos los 40 días que Jesucristo se alejó del mundo antes de iniciar su ministerio, de ahí que el mundo occidental mantenga esta tradición.
Los evangelios apócrifos afirman que Joaquín, padre de María, también se retiró al desierto por 40 jornadas, al dudar de la fertilidad de su esposa. También están los 40 días y 40 noches del -hoy héroe fílmico- Noé.
Algunos mazatlecos de vieja cepa se lanzan a las playas con una voracidad digna de un sobreviviente del desierto, representando otra de las curiosas características del porteño: hay gente que no va a la playa en todo el año, pero en Semana Santa no salen del tumulto y vuelven más colorados que un parguito recién sacado del mar, todo para no volver a pararse frente al mar durante todo un año.
¡Y la comida de Semana Santa! El litoral sinaloense -salpicado de esteros y amplias marismas inundables al capricho de la marea o los inversionistas-, ha permitido que miríadas de peces y camarones sean patrimonio común. Desde antes de que zarpen las flotas, la veda se levanta en los esteros a fines de agosto y el camarón comienza a aparecer en los platos y la imaginación jubilosa de los gastrónomos, azuzada por la creatividad de los días de guardar.
Pueden prepararse rellenos de queso y con una tira de tocino de pavo alrededor o sublimarse en un paté que siempre será el perfecto centro de mesa. También existe un tesoro viviente llamado Tiztihuitl, prehispánica masa de maíz preparada con camarón y selectas combinaciones de especias, donde no debe faltar nunca el tenaz chile colorado.
Escuinapa, el municipio más sureño de Sinaloa, durante el tiempo de las pescas no es raro que el camarón sea el manjar de todos los días y sus noches. En esta región nacen los llamados tamales barbones, preparados con camarones enteros cuyas barbas escapan entre la masa bien cocida, listos para deleitar al conocedor que los disfruta con un refresco de vainilla producido en El Rosario.
También hay tamales colorados, cuyo nixtamal se prepara con ceniza y luego se amasan en agua coloreada con palo del Brasil, produciendo un antojo que algunos gustan de salpicarlos con toques ambarinos de miel de enjambre. De origen, eran platillo de duelo.
La capirotada es un auténtico potpourri reglamentario en los días de guardar. La bizarra enumeración de sus ingredientes y preparativos no permite imaginarnos su exquisito sabor: es pan de bolillo partido, dorado al comal, que se mezcla con cacahuates, queso cotija, plátano macho, ciruelas y uvas pasas.
Todo esto se coloca capa por capa en una olla de barro, a la cual se ha provisto de un fondo de tortillas frías y mantequilla, puesta luego a hornear durante un tiempo prudente. Después se vierte una miel de piloncillo aromatizada con clavo y canela y… ¡a disfrutar de los milagros de la alquimia, que así nos presenta la piedra filosofal de todas las golosinas!
Quizá el aspecto físico final de la capirotada no sea muy coqueto, ya que es una masa informe y oscura, pero su sabor es digno de repetirse, difícil de imitarse y, sobre todo, imposible de olvidar. ¡Provecho esta Semana Santa!