El Octavo Día: Adiós Arturo Trejo Villafuerte, 'Mester de hotelería'

Juan José Rodríguez
17 mayo 2020

"Columna semanal"

Se nos fue el gran amigo y poeta Arturo Trejo Villafuerte, el “Mester de hotelería”, uno de los hombres más inteligentes con los que me he sentado a hablar de literatura, armar locuras, beber ron y más ron.

Lo conocí siendo yo muy joven, en la Ciudad de México; yo tenía 18 años y él, 35 y ya una gran trayectoria. Fue a la presentación de mi primer libro, junto con su paisano y amigo, Ignacio Trejo, y esa fue la primera velada literaria.

Años después, cuando presenté en la ciudad de México mi Asesinato en la lavandería China, me llenó de alumnas la presentación y luego me llevó al Mister Li, cabaret del barrio chino, propiedad del solemne marido de Lin May, amigo suyo, a quien ahí me presentó, junto a otras criaturas mitológicas.

Con él conocí, en mis idas al DF, a muchos personajes de ese cuño: lo mismo a don Pepe Arévalo, con todo y sus mulatos o a un anciano vendedor de lotería, llamado Luis Villanueva Páramo, más recordado como el boxeador “Kid Azteca”, gloria del barrio de Tepito.

Cuando se hizo el primer encuentro de escritores norteños en Culiacán, en 1988, (antes todos esos rollos eran de “Escritores Fronterizos”) Arturo Trejo Villafuerte asistió como invitado especial y cuando le reclamamos que anduviera de colado, nos espetó que para nada, porque él era originario de Ixmiquilpan, justamente del mero norte del Estado de Hidalgo.

Ahí nació, en la Nochebuena de 1953 y orgullosamente otomí. Era gordito, con cuerpo de luchador (Santo y Blue Demon provienen de ese rumbo) y a veces andaba de melena y tirantes, lo cual le daba un parecido con el señor Chico Che, a quien una vez conoció en un aeropuerto y este le autorizó a decir que era primo suyo.

(Debo añadir que dicho cantante era sobrino de don José Pages Llergo, también tabasqueño y fundador de la revista Siempre!, además de amigo de Arturo).

“Mester de hotelería” es el nombre de uno de sus primeros libros. Es una broma-homenaje a los más antiguos poetas del idioma español, que eran divididos en mester de clerecía y mester de juglaría: los primeros eran los poetas educados, generalmente clérigos religiosos y los siguientes eran los que andaban en la calle y entonaban sus versos ante el pueblo llano en plazas y tabernas. (Lo de “Hotelería” es un invento de mi querido Arturo, que decidió crear escuela propia).

Fue autor de un poema jocoso que se llama “Entre Bakunin y una mujer desnuda” que era muy declamado por una parte de la generación militante, ya que se burlaba de la novela “Entre Marx y una mujer desnuda”, muy leída en aquel tiempo, del sudamericano Jorge Enrique Adoum.

Pero Arturo, cuando leía en público, casi nunca leía poemas suyos. De hecho, sacaba una antología hecha por el mismo de poetas que le gustaban. El libro se llamaba para tu exclusivo placer y venían textos de amigos suyos y otros no tanto. Recuerdo un poema del famoso poeta guerrillero Roque Dalton, a quien él había conocido en los años 70 y había sido ejecutado en El Salvador, atravesando un río, al momento que alzó el arma para que no se le mojara.

Arturo Trejo no es más famoso porque se conformó con ser poeta, editor y maestro, disfrutó en grande la vida y acumuló muchas anécdotas. A veces, sus amigos le dábamos cuerda y aunque nos las sabíamos de memoria; siempre era iluminador oírlo. Conocer a Arturo era conocer a un mundo de gente.

Hay una historia con Carlos Cuauhtémoc Sánchez, cuando aquel iba, a inicios de los 80, a la oficina de Bellas Artes, para que le publicaran unos cuentos malísimos y Arturo Trejo era el encargado de correrlo cada semana y explicarle por qué motivos eran impublicables sus cursis historias... siempre se lamentaba de no haber sido el descubridor de ese futuro best séller, (las secretarias le decían “el loquito del cuento”, porque iba todos los jueves en la tarde, hasta que un día ya no volvió).

Otro gran escritor con el que se puso una parranda de cinco días en Morelia, cuando nadie lo conocía, era un borracho irlandés llamado Seamus Heaney que, de repente, se ganó el Nobel, años después.

La mejor de todas fue cuando se puso a contarle chistes de argentinos a un tipo que le presentó Gustavo Sainz, en un cóctel y que en realidad era el nuevo Embajador de Argentina.

“Aún conservó su tarjeta”, le dijo después, en otro coctel de Bellas Artes donde se lo topó y se saludaron diplomáticamente. “Me gustaría invitarle a Buenos Aires a que nos repita allá sus chistes”.

Mi última gran parranda con él aquí fue en El Palmar, una desaparecida palapa de Mazatlán, donde nos quedamos hasta la madrugada, porque le habíamos roto el espejo a una camioneta de unos bebedores de un pueblo serrano, vagando por el malecón en mi poderoso Jeep 1957, aunque ahí adentro nos arreglamos rápido, aceptando los afectados unos tragos y ahí se olvidó todo.

Era el rey de la noche, de la amistad y la carcajada sempiterna, heredero de la dinastía de personajes como Renato Leduc y muchos anónimos bardos que deambulaban como perros noctivagos por la jacarandosa Ciudad de México del ayer.

Hace unos años bajó mucho de peso, para sorpresa de todos y se mantuvo así... Su columna. Uno veía en la prensa nacional, de repente, “Se presentó el libro X de nueva cocina mexicana, estuvieron Elena Poniatowska, Carlos Monsiváis y el ex gordo Arturo Trejo Villafuerte como moderador”. Muchos reporteros eran ex alumnos y amigotes suyos que lo bromeaban seguido.

Vuela alto, Arturo, y buen viaje a la fiesta: a donde quiera que ibas estaba siempre la alegría y la mejor de las energías humanas y literarias.