Expresiones de la ciudad
"Expresiones de la ciudad"
"Ya los pajarillos cantan, ya viene alumbrando el día, ya los pajarillos cantan, ya viene alumbrando el sol; y yo te digo: levántate Concepción, échate unas 'gordas', que ésa es tu obligación
" Digo yo que el hombre así le pudo haber dicho a su mujer, igualito que en la canción "Concha querida" que por los años viejos hiciera famosa Irma Serrano.
Pero a lo mejor el policía que vi tupiéndole al diente de lo lindo frente al río, ese amanecer, cuando los cocuyos aún cantaban a lo poco que quedaba de oscuridad, solito hizo el itacate para desayunar más tarde, pensando en lo agradable que sería echarse el taco bajo la fronda de las alamedas.
Él y nadie más, fíjese, sin levantar a la esposa de la cama, considerado el policía, muy a tono con eso de la igualdad de obligaciones entre varones y féminas, como rezan declaraciones del Día Internacional de la Mujer, celebrado una semana atrás, que pese a ser una fecha trágica en la historia de la humanidad, aquí la pasamos con un abrazo del jefe, comida de machaca con frijoles y asadera, y ay, qué lindo, gracias por este ramo de rosas.
Recién había traspasado el árbol del hule que se erige fantástico muy cerca del puente que conduce a Ciudad Universitaria, ese árbol antiguo y espectacular, que para rodearlo se ocuparían como seis personas agarradas de las manos; y también dejé atrás un par de botellas azules sobre algo de césped y otro algo de chiribitales enanos.
El sujeto del itacate apenas sí giró el cuello al pasar yo por allí, sentado en un banco de los que abundan en el parque Las Riberas. Más adelantito encontré a un señor dale que dale en plan de esta ropa la dejo limpia, instalado en lavandero madrugador, como cuentan las abuelas que lavaban las camisas y los pantalones sobre una piedra por la orillita del río; éste que le digo, bien concentrado en su papel, cada que exprimía algo lo colgaba en un tronco bajo de sauce. Como que lo vi y como que no, por temor a incomodarlo.
Pasos después topé a varón algo treintañero que me partió el alma, quiero decir, pues lo descubrí hurgando restos de alimentos en los botes de la basura. No era tan menesteroso, no tanto con facha de vagabundo, pero de seguro paupérrimo y sin techo en la ciudad.
Eso de ver a gente con hambre es cosa que me mueve; y lamenté no cargar peso que darle para que comprara alguna torta por allí. Cabizbajo seguí por la rúa bicicletera, galopando el recuerdo de uno de los capítulos de la novela Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez, en la parte que Úrsula Iguarán declara que podía no tener lujos, o algo así, pero sí harta comida para ofrecer a quien llegase a su casa de Macondo.
Hago lo mismo: en mi cocina siempre hay bocado para el visitante. Pero yo estaba a traspaso entero de la ciudad y entonces sin condiciones de regalarle un plato al hombre con hambre.
Al final de la caminata hice el repaso de lo que aquí cuento, sin concluir en el origen de aquel par de botellas azules a la altura del árbol del hule, al pie de una de esas edificaciones recientes que se levantan en el oriente del malecón nuevo, que sirve de restaurante o cafetería, estilo no sé qué pero muy al modelo de lo que se construye en la época que corre, pero ridículamente adornada, al menos en la terraza que da al río, con faroles chinos, y varias veces desde dentro he oído sonar corridos de narcos, quizá por gustos del que hace la limpieza, o del camarero a falta de clientela.
Pero el par de botellas, de esas que contienen licor y que venden en las tiendas de conveniencia que te asaltan en cada esquina, ¿las vaciaron una pareja de enamorados, hombre y mujer, o quimeras? Es que se antoja tanto el romance por esa parte de Culiacán, quiero decir. Y de entre todo, la congoja de por qué había visto aquellos cascos azules por tres días consecutivos, cuando ya he contado que el parque Las Riberas es una lindura, limpio y ordenado, incluso con aquel chorrito de aguas negras que una vez vi correr hacia el río por el lado del malecón viejo, que espero ya hayan arreglado.
De oriente al poniente, y viceversa, los litorales del Tamazula son una belleza. Junten la basura, por Dios. Y punto.
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