Expresiones de la ciudad: Recuerdos del malecón viejo

Julio Bernal
13 abril 2021

Debió ser muy a la mitad de la década de los 80 cuando me tocó presenciar una de las crecidas descomunales del río Tamazula: absorto e incrédulo, miraba las lengüetadas acuosas casi tocando el perímetro norte de la plazuela Rosales, luego de uno de esos chubascos que no perdonaron la antigüedad de sauces y álamos; y seguro las garbosas iguanas verdes, para salvar el pellejo, tuvieron que navegar trepadas sobre los palos caídos, que por algo han perpetuado su pretérita especie.

Claro que hablo de aquellos tiempos de cuando ni siquiera soñábamos con tener un bullicioso malecón nuevo, ni con ese andador fantástico que hoy caminas y no te la crees, de tan estupendo.

Hablo de los días de cuando no había un sushi en cada esquina; y es más: muchos ni lo conocíamos; hablo de los días de cuando a los mariscos los engullíamos en las carretas, porque eran faltos los restaurantes de especialidades; hablo de los días de cuando, para vestir de marca, te dabas tus escapadas a los tianguis de los fayuqueros que iban y se surtían a La Paz, Baja California; hablo de los días de cuando las pizzerías no tenían mucho tiempo conquistando el paladar de los sinaloenses; hablo de los días de cuando los márgenes de los ríos eran puros chiribitales, con caminitos en zigzag.

Y también hablo de una época, muy a principio de los 80, de cuando la chavalada, los domingos, tomábamos por asalto el único malecón que teníamos (que ahora le dicen “viejo”) para la diversión.

En ese malecón nos aparecíamos con hieleras repletas de latas rojas de cerveza, pero de cerveza entera, por decirlo de algún modo, porque eso de la cerveza light aún no existía; pero también con ‘caguamas’ o ‘ballenas’ según los gustos, que nos pasábamos de boca en boca sin miedo a contagios, mientras el pleberío se daba la gran vida sobre camionetotas que casi ni avanzaban, porque aquello era un campo vehicular sin ley ni Dios y córrele porque te pego, para enojo de los vecinos del sitio.

Los bochitos, como ya les llamábamos a los Volkswagen, como escarabajos transitaban sobre las banquetas, si es que querían ir de un lugar a otro, en medio de un bullicio descarrilado y eufórico, en el que no cabían los representantes del orden: que yo recuerde, hacia los domingos que me tocó asistir jamás vi una patrulla, ni a agentes policiacos esposando jóvenes por tomar en la vía pública.

Muchos años después, ya calmo, uno de los vecinos del malecón, nada más y nada menos que don Miguel Tamayo Espinosa de los Monteros, me diría que quienes allí vivían exigieron a la autoridad en turno que prohibieran aquellas afrentas y festivas reuniones juveniles. Y sí: las exterminaron.

Pero a mí ese malecón, deveras, me arranca otros borbotones de nostalgia, lo que me invita a repetir algo que mis cercanos saben: allí me hallé la voz con la que ando por la vida, porque la mía era un esperpento, como que no se había acabado de desarrollar luego de abandonar la niñez. Durante un verano me puse valiente y fui a practicar voces al malecón, hasta que encontré una que me gustó y muy seguido iba a ponerla en práctica con los paleteros y con cuanta persona permitía que le preguntara la hora, viéndoles la cara para saber si no me oían como a bicho raro. Y resultó aceptable.

Es curioso: es posible que a las generaciones actuales no les diga gran cosa este malecón de mis recuerdos, lo que es válido, porque cada cual tiene el deber de vivir su circunstancia, como ese fastuoso malecón nuevo con todas las luces de entrenamiento para la juventud de hoy. Y punto.