‘La soledad que uno busca, no se llama soledad’

Juan José Rodríguez
14 agosto 2022

La semana pasada se cumplieron 55 años de la muerte de Pedro Garfias, gran poeta español de la hornada y diapasón de García Lorca, Alberti y Miguel Hernández, pero cuya memoria se ha ido disipando por esos extraños, accidentados caminos de la fama literaria. Fue amigo de juventud en España de Jorge Luis Borges y fue parte de la aventura del Ultraísmo.

No murió en tierra de Castilla, sino en Monterrey a donde volvió en abril de 1967 con la vida en ascuas. Alfredo Gracia Vicente transcribió el recado que le dejó en la librería Cosmos: “Alfredo: me he tenido que devolver de la puerta. Ya casi no puedo andar. Cámbiame esa novela por otra larga y entretenida. Y mándame doscientos pesos. Para terminar ya con eso. Voy a ver si me paso unos días en cama -aunque tampoco la cama aguanto-, pues estoy todo llagado”.

Y la pregunta como lamento: “¿A dónde va a llegar esto, Alfredo?”.

Poco después fue llevado al Hospital Universitario. Sufría de psoriasis, cirrosis y hasta leucemia. Murió a las ocho y media de la noche del 9 de agosto.

Don Pedro fue enterrado en el Panteón del Carmen. A continuación, cito al escritor Daniel De la fuente, a quien debo el recordatorio y las otras citas anteriores que aparecen en este comentario:

“Entonces sucedió. Así lo recuerda Alfonso Reyes Martínez, quien estuvo ahí joven junto al también poeta Andrés Huerta, ambos autores de poemas dedicados al oriundo de Salamanca: “Hacía mucho calor y silencio, algunas mujeres estaban llorando”, cuenta. “No éramos ni 20 personas.

“En eso se adelanta don Raúl (Rangel Frías) e improvisa su despedida, que se volvió célebre: ‘Óyeme, Pedro, unas palabras de despedida... Baja a tierra, que has llegado por fin a puerto, para que te ablande la ternura nuestro suelo. Quedas cual dormido gorrión. Deja aquí tu sangre dulce en los terrones nuestros, alza la voz al cielo y tiende tus poemas al sol entre México y España. Ahora, Pedro, nos vamos; nosotros que a velas rotas navegamos, vamos a partir. Tú permaneces (...)’”.

De los cuatro versos, el librero tomó los primeros dos para cerrar el viaje del poeta triste: “La soledad que uno busca / no se llama soledad; / soledad es el vacío / que a uno le hacen los demás”. Frase que adornó luego una canción de Ana Belén y Victor Manuel.

Dos grandes lo recordaron siempre con afecto en sus escritos y conversaciones: José de la Colina y Luis Buñuel.

“Cuando me levanto viene lo bueno / me comienza a sonar las cosas del cuerpo”... A veces sin darme cuenta, me repito en voz interior ese poema de Pedro Garfias.

Dicen que sus clases eran magistrales. Hablaba de literatura y de otros autores mientras su voz se alzaba, bien modulada y sabia. Parecía elevarse mientras compartía con sus alumnos el asombro de la palabra unida al ingenio de la música propia. La poesía.

Ese héroe secreto vino a nuestro país y aquí padeció el olvido. No era tan estrambótico como Dalí, ni tan mediático como Buñuel o tan ferviente al comunismo como Alberti... A veces se nos olvida que los grandes hombres tienen derecho a ser personas sencillas, quizás un poco apagadas, de mirada triste, como el resto de la humanidad a la que cantan y ésta apenas se da cuenta.

En sus últimos días, llegó a entrar a los cafés y, luego de pedir solemnes disculpas, recitaba poemas a cambio de unas monedas. Buñuel comenta en sus memorias que lo veía hacer eso con su voz educada, gestos decididos y, a veces, un poco sucio.

El poema que cito narra lo difícil que puede ser levantarse por la mañana, cuando el cuerpo está cansado, herido o viejo.

Me encanta porque al final, habla de cómo la mente, con un solo gesto, logra callar el desorden de los órganos rebeldes y alzar en pie todo un organismo.

“Yo de un grito hago el silencio. / A qué quejarse de qué / si yo me levanto muerto, / si a mí todo se me duele / y no me quejo.”