Las alas de Titika: Holbox

María Julia Hidalgo
12 julio 2018

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—En resumen, ¿qué es lo más raro que ha visto en la Isla? —Con todo respeto, usted. En los 42 años que llevo aquí, nadie me había pedido nunca que la llevara al panteón… Eleazar llegó a la Isla cuando era niño. Su primer oficio es reparar aparatos eléctricos, recién abrió un puesto en el mercado, pero lo que más disfruta es pasear a los visitantes en su carrito de golf; conoce muchas historias como todo buen taxista. Quizá él con su pierna lisiada es un viajero más ensoñador que muchos turistas que llegan envueltos en su prisa en busca de entretenimiento y no toman el tiempo de conocer el lugar y a su gente.

Con todo y que Holbox, hace apenas 30 años, era un lugar donde el dinero no tenía valor pues el intercambio era la forma de vida, donde los pobladores vivían de la pesca y ahora se dedican a atender al turismo, donde todos caminaban y ahora circulan cientos de carritos de golf, donde no conocían el plástico y ahora éste guarda enormes bolsas de basura, donde llegaban foráneos en lanchas de madera y ahora llegan ferris cargados, donde las casas eran de madera, palma y guano y ahora ha llegado el concreto y exclusivos hoteles… aún y todo, Holbox sigue siendo lo más cercano que tenemos al paraíso.

Con 44 kilómetros de largo y menos de dos de ancho, la isla Holbox, en Quintada Roo, sigue conservando su sencilla y apacible belleza. Sus calles no conocen el pavimento, no hay automóviles, no existe ninguna cadena comercial, no hay policía… Además de aire limpio se respira seguridad, cordialidad y esa libertad que hemos olvidado. Muchos jóvenes de otros países se instalan por cortas temporadas, trabajan y se conjuntan amistosamente con los lugareños. Por las tardes y por las mañanas —algo ya extraño— se hace deporte en equipo en la céntrica cancha; jóvenes, niños y mujeres sudan a chorros. Los mapaches igual aparecen en patios y calles. Restaurantes familiares que sirven los mejores ceviches: pulpo, camarón, almeja, pero los de pescado no tienen igual. Sabrosas empanadas de raya y ricos tamales de chaya La langosta no tiene adorno, su sabor es único, igual la sirven en tacos, pizzas, ceviches, o mantequilla y ajo.

Lo artificial, en todos los sentidos, no se ha instalado en Holbox. Los atardeceres se esperan en calma y con respeto. Parece que los excesos sólo existen en sus aguas apacibles, cristalinas, ricas en especies marinas. Nadar entres tortugas y mantarrayas es amarlas realmente y preguntarse si uno hará bien en perturbar la tranquilidad de su hábitat. Uno se cuestiona si hacer turismo de agencia, ese que lleva, trae y muestra todo con horario marcado alcanza a calmarnos los ánimos y regresarnos el respirar profundo.

El día se termina y empieza la magia. En la noche el mar se ilumina con la bioluminiscencia; algo que sólo había visto en la película La vida de Pi. Un paseo al que llegas en bici o en el carrito de golf —no se recomienda ir a pie, los mosquitos te acabarían—. Entras al agua y todo resplandece. Miras al cielo y las estrellas brillan igual; es como si ambos se unieran y uno en medio atrapado en semejante belleza. Algo pasa y a la mañana siguiente te sientes distinto. Así te va transformado Holbox cada día; un viaje en el que te viajas, en el que te olvidas y te tocas. Ves el descanso de los flamingos y lo confirmas.

 El último día conocí a una mujer atípica. Morelia llegó a la isla hace más de 20 años, construyó un pequeño hostal, el huracán Wilma lo destruyó. Decidió quedarse y volver a empezar. Ahora, lejos de cualquier reflector, se dedica a curar y proteger animales. Sin ser veterinaria —aunque ya logró que llagaran dos al lugar— han salvado cocodrilos, pájaros, culebras, mapaches, loros, perros, tortugas; a todo animal que tiene enfermedad le da salud y lo regresa a la naturaleza. Tanto Morelia como Eleazar están felices de que los visitemos, pero nos piden que respetemos y los ayudemos a conservar el paraíso Holbox —hoyo negro, en maya—, para ellos un lugar de vida.

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