Las borracheras de Pedro Infante
Hay por allí un video en una de mis redes sociales que titulé Las borracheras de Pedro infante, en donde se observa al cantante como un consumado bebedor, lo que acentúa su grandeza como actor, porque según sus biógrafos no era dado a la embriaguez y en cambio se le reconocía su gusto por el ejercicio y por ser un aventurero, como su gozo por la aviación, afición que lo llevó a la muerte en aquella fecha fatal del 15 de abril de 1957, volviendo en dolidas lágrimas el sentimiento nacional.
No voy a citar aquí los nombres de las películas de donde saqué las tomas, porque no estoy en plan de redactor de tesis académica, y pues si lo hiciese, haría de esto un suplicio para todos mis lectores.
El caso es que el video inicia con un Pedro Infante maltrecho, de plano un vagabundo, caminando por una vereda terrosa y oscura y cayéndose de borracho, botella en mano, sucio, barbado, con el sombrero de palma doblado y roto, cantando aquello de que ese capiro ya se secó teniendo el agua en la raíz; y luego hay una disolvencia que lo ubica en una cantina con similar facha, pero ahora echándose eso de que tú que te creíste el rey de todo el mundo, para después dar paso a esa escena clásica, a lado de Fernando Soler, en la que cantan Clarín de campaña y Ay qué borracho vengo.
Casi no conozco a nadie que no sepa de esta escena con Soler, aunque maldito les importe cómo se llamó la película, pero gozan a plenitud el canto desafinado y desenfadado del par de borrachos.
Por allí sostuve, esa vez sí en plan de pretensión académica, que en la construcción del estereotipo de la figura masculina mexicana, a Pedro Infante le tocó representar el papel del obrero, del trabajador citadino, del empleado, del profesorcito, del pobre (pero honrado); en otras palabras, el estereotipo del mexicano ad hoc para la época dorada de los años 40, que fue de la construcción de las ciudades: burbujeantes, corruptas, pujantes, encementadas, pletóricas de luces y de aparadores.
También dije que fue a Jorge Negrete a quien lo enrolaron en papeles para darle forma al muy macho mexicano: decidor, bronco, envalentonado, desafiante, tirado para adelante, peleador, francote, caballo a pelo, ensombrerado, rancherote, galante, robador de mujeres y corazones, muy hombrecito, el tipo de varón que, a falta de argumentos, o pese a ellos, resuelve la situación a tiros.
No digo yo que Pedro Infante no protagonizó papeles de ranchero, o del indito como el que encarnó en Tizoc, al lado de María Félix, la actriz que aún no se volvía la anciana lépera que la distinguió hasta la muerte, quien, por cierto, en sus años rompió con los cánones establecidos para la mujer.
Y es que el cine de los años 40 fue pródigo en la construcción de la imagen nacional, del deber ser y hacer de hombres y mujeres, muy dado en trazar la moral, en establecer la rayita donde por un lado estaba lo bueno y por el otro lo malo, donde cabe el prototipo de la madre, porque nadie me dejará mentir que, en casa, si aún la tenemos con vida, nos espera una madre que es como una réplica de doña Sara García, endilgada por la filmoteca mexicana: amorosa y lacrimosa, sacrificada y abnegada, sin vida propia porque siempre está a la orden de los otros, asexual, chantajista y en línea con Dios.
Esto de la cosa académica me provocó ver mucho cine nacional, de modo que me hice de decenas de películas en formato DVD y que de vez en cuando desempolvo para volver a disfrutarlas, como la amplísima colección de Pedro Infante, quien, cuando no me hace reír, me pone a llorar. Y punto.