Otra de las tías
Una de ellas, la tía Ventura, se casó porque le daba miedo dormir sola; así se lo dijo un día a su vecina cuando estaban sentadas una tarde de verano viendo llover. Le dijo que en su casa había ratones y en la noche caminaban por las vigas del techo.
La casona alta había sido de sus padres y ahora ella vivía sola pues su marido había muerto y no hubo hijos que cuidar. Con el tiempo y la rutina de los días, ella y su vecina, se compartieron todo tipo de intimidades.
La una le contaba del miedo que sentía que en la noche le cayera un ratón, y ella, la verdad, no tendría alma ni valor para matarlo. Pero ya con un hombre en la cama, ella podría olvidarse y confiarse a soñar. Así fue. La otra le decía de la involuntaria compañía que tuvo de cucarachas gigantes. Cucarachas voladoras que tampoco la dejaban en paz. Aparecía de la nada: en la vigilia, en la mesa, en el patio, en el baño, pero lo que nadie le creía era que también en su agua de noche. Sí, por la noche, cuando la sed la despertaba, estiraba el brazo para alcanzar el vaso de agua del buró, bebía y sentía en el labio el cosquilleo de las patitas cuando ésta nadaba en el agua; ella daba un soplido suave y seguía bebiendo.
Cuando amanecía, veía que la cucaracha voladora no había sobrevivido; estaba patas arriba en el fondo del vaso. Había temporadas que dormía con tapones de algodón en los oídos, temía que éstas se equivocaran de ruta y la dejaran sorda. Ya había pasado con una prima que a causa de una cucaracha chiquita le zumbó años la cabeza.
La tía Ventura no se espantaba, más bien, creo, no quería verse opacada y le contaba de la plaga de grillos que salió la única vez que tembló la tierra. La vecina no se dejaba y le contó del sapo gigante y flaco que salía cada tiempo de aguas. Cuando terminaba la temporada, éste regresaba a su hoyo más cansado y regordete; hasta que un año no salió más y esa vez las palomillas y los bichos los enfermaron a todos en su casa.
Así gastaba las tarde la tía Ventura parloteando con su vecina. A veces, las veías que hablaban más bajito y otras que soltaban la carcajada. Nunca tocaron los temas escabrosos, esos que yo conocía. Ahora de grande, entiendo ese silencio cómplice, ese que aprendemos a leer con la vida.
Hoy, usted me recordó a la tía Ventura. Como le dije la vez pasada, provengo de un clan de mujeres duras, con una resistencia fuerte, en apariencia, a expresar lo que sienten; quizá pensaban que hacerlo era sinónimo de debilidad.
O nadie les enseñó otras formas, ellas tenían las propias, las que habían aprendido de la tierra agreste. No se dejaban abrazar, dificil daban un beso, mucho menos gastaban palabras tiernas. Pero eso no quería decir que no sabían querer. Las tías viejas de las que provengo, son de una ternura inigualable.
Una aprendió su lenguaje: un jalón de greñas, un empujón de cuerpo, un “vete ya” o un itacate es de sus mayores muestras de ternura. O como la tía Juana, quien no sabía que debía dar un abrazo que durara 8 segundos, según la fisióloga experta, para que se activara la oxitocina —esa hormona que nos produce bienestar—. ¡Que va!, ella pretendía darte un abrazo, abría los brazos y luego te aventaba. Sí, es la misma tía Juana que sabía leer muy bien la vida.
A diferencia de las otras, podías estar con ella sin decir palabra... y reinaba un hermoso silencio. Estoy segura de que si usted —o la fisióloga experta— la conocieran no se explicarían la sensación de amor y pureza que dejaba su sola presencia.