Tipo italiana francesa
"Aquellas fueron las carreras de caballo más aburridas a las que asistimos mi hermano y yo"
Aleyda Rojo
Aquellas fueron las carreras de caballo más aburridas a las que asistimos mi hermano y yo. Todas nuestras apuestas resultaron negativas y de regreso a casa un glaciar se interpuso entre ambos, de modo que para aminorar el dolor le invité una cerveza más y una película por cable.
Despatarrados en la sala, conseguimos un filme protagonizado por una actriz italiana, cuyo nombre se me escapa ahora, pues entre mis defectos se encuentra el de una capacidad muy flaca para los apelativos; no así en mi hermano, donde memoria y fantasía son abundantes y no hay evento, por insignificante que parezca, que no despierte en él un alud de relatos y anécdotas.
Yo no habría de recordar nunca esa noche de no ser por la marca que dejó en mi hermano.
Días después, mientras viajábamos por las carreteras estatales, en busca de clientes para nuestro negocio de compra y venta de ganado, él, olvidándose de que asistimos juntos a las mismas carreras de caballos, comenzó a narrar que, en aquella tarde de malas decisiones había conocido a una preciosidad de mujer, quien lo abordó para venderle boletos de una rifa: Se los compré todos y estaba tan impresionado por su belleza que ni se me ocurrió otear hacia la pista, donde el moro era apaleado por la yegua. Mi único deseo era llevarme a la cama aquella hermosura. Sin demora le confesé mi pasión y mientras todos lloraban su derrota o gritaban su triunfo, yo abría la puerta de la pick up del lado del copiloto.
Creí que se detendría para preguntarme si lo recordaba, pues justo en el momento citado me hallaba en la cabina de la camioneta, a diferencia suya, no soy tan fanático de las apuestas y si lo acompaño es para evitar que regrese solo; no es menor de edad, sin embargo, actúa como si lo fuera.
Armándome de paciencia, le pedí me describiera a la muchacha: Tenía unos veinte virginales, el cabello lacio y negro caía sobre sus hombros; unas tetas chicas se adivinaban bajo el algodón. La cintura de tan estrecha podía ser abarcada con una sola mano y las nalgas redonditas, altas. Para que me entiendas bien: era del tipo italiana francesa.
Intenté configurar una hembra de tales características, pero mi imaginación se negaba a ofrecérmela; fueron necesarias muchas jornadas donde la historia fue repetida con nuevos agregados; en cada ocasión la virgen dejó de serlo para transformarse en una profesional del sexo, una devoradora que hizo de jinete en el hotel más lujoso de la región y dejó sin un centavo los bolsillos del ganadero. No le pesaba haber quedado en la ruina. Regresó a media noche, embriagado y seco como papel.
Era mi turno para cuestionar: ¿Cómo era ella?
Una diosa. Para que me entiendas bien, era tipo italiana francesa.
Entonces, una cortina de humo se volvía tangible entre ambos y, poco a poco, aquella divinidad fue adquiriendo forma y fui enamorándome, lentamente, casi a forcejos, porque es un delito y un pecado muy feo bajarle la mujer a los parientes y ya no quería escuchar más de la italiana francesa, y para probar una táctica distinta en los próximos viajes invité a mis amigos, pensando que con eso mi hermano se distraería y adoptaría la fantasía de una gringa o una brasileña, que también están bien buenas y tienen fama de amantes experimentadas; sin embargo, tan pronto sugerí la idea, el conductor de la pick up, molesto, aclaró: Jamás le pondré los cuernos a la italiana francesa, carnalito, porque esa sí era una mujer: qué piernas, qué cuello, qué espalda más morena, qué ojos más verdes; de tan bonitos, en alguna etapa de la velada comenté que le convenía dormir sin cerrar los párpados.
Y sucedió lo inevitable, por dos horas o más se enfrascó en una discusión sobre qué color de ojos le gustaban y desfilaron los negros y alargados, como de venada; los cafés y redondos de pestañas rizadas. Y los casi grises o casi azules, que son como pantanos o arenas movedizas muy parecidos a los de aquella modelo profesional, la italiana francesa.
Uno de mis amigos intentó burlarse de él, recordándole que minutos atrás la describió ojiverde y un remordimiento se apoderó de mí, recomendándome no invitar jamás a extraños, pues las enfermedades de familia deben quedar en el hogar y de nueva cuenta reanudé mis viajes en pareja, sin intervención de ajenos. Sin embargo, fue imposible corregir mi error.
Mis amigos se encargaron de propagar, cada uno a su estilo, que en mis genes la locura hacía fiesta. Y envuelta en un tornado devastador, se hizo rápida la popularidad de la italiana francesa, experiencia que me sirvió para conocer mejor la naturaleza de los hombres.
A partir de ese punto pude saber quiénes de nuestros clientes y conocidos nos tenían mala fe, ya que descubrían su envidia a través de sonrisitas maliciosas y comentarios como ¿y qué noticias tienen de la italiana francesa?, y para no evidenciar que la fantasía era exclusiva de mi hermano, rápido me lanzaba a inventar que pronto la conocerían a través de Facebook y que si hasta entonces no habíamos difundido fotografías suyas era por mera precaución. Ya ve, oiga, agregaba el otro mitómano, en estos días no se puede confiar en nadie y tengo miedo que la rapten. Una mujer así, despierta malos pensamientos. Pero, ¿a poco es verdad?, preguntaban los escépticos y mi hermano, a punto de explotar, subrayaba: Tan real como que estamos ahora usted y yo platicando.
Entonces me sentía obligado a agregar: Una estrella con boca italiana y mirada francesa.
Debo reconocer, nuestra suerte cambió. El negocio familiar que durante décadas se mantuvo a penitencias, adquirió un auge tremendo, nos hablaban desde Sonora para solicitarnos ganado, pero en realidad era para escuchar nuestra historia. La gente solita se delata.
Los compradores ni siquiera ponían atención a las básculas y daban por buena cualquier cantidad que yo mencionara de tan enfrascados que estaban en la idea de conocer a la castaña espectacular tipo Mónica Bellucci-Juliette Binoche que una tarde de domingo asaltó a mi hermano en un camino vecinal y, tras despojarlo de cuanto traía, le realizó el sexo oral más exquisito, dejándolo deshidratado pero feliz. Los incrédulos preguntaban, ¿y qué hacía esa beldad en aquellas soledades? Ah, mi sangre, tan buena para mentir: ¡Cómo que qué, compadre!, se la llevaron los narcos para gozarla y luego la abandonaron a su suerte.
Yo se lo aseguro, amigo, la cosa está trémula.
Era el momento de traducir el diccionario familiar, cuyos significados siempre chocan con los de la Real Academia: Quiere decir que la situación está peligrosa y que no se puede confiar ni en las mujeres bonitas.
Aquellos hombres babeaban. A través del cráneo yo podía ver a la pelirroja que estaban imaginándose, de esas que te dejan sin aliento, sin dinero y sin ganas de volver a fornicar a tu esposa. Lo sonorenses nos pagaron un extra.
Creímos se trataba de un error y lo aclaramos, devolviéndoles el efectivo, pues aunque locos, somos legales y no nos gustan los negocios torcidos. Los clientes se miraban incómodos, nerviosos, como si quisieran decirnos algo y no se animaran. El más joven se atrevió: Oigan, ¿no habría manera de conocerla?, es decir, traerla para acá, presentarla, aunque sea para disfrutarla un instante pues. Miren, que este dinerito sirva de anticipo para el flete.
Las italianas francesas no son vacas, amigo.
Y agregué: Traerla sería igual que cargar explosivos, capaz que morimos en el trayecto.
Mi hermano carraspeó: señal para despedirnos y emprender el regreso. En Los Mochis mencionó el hotel donde tuvieron la primera cita y, a diferencia de las demás versiones, reuní agallas para preguntarle: ¿Qué sentiste cuando se quitó el pantalón y la blusa escotada? Casi me desmayo, hermanito, jamás había visto una mujerona así. Unas tetas enormes, para perderse entre ellas. La muy pecadora traía un collar en forma de corazón que terminó por regalarme, por ahí debe andar debajo de los asientos, de la emoción ni se me ocurrió meterlo a la guantera. Cuando yo también quedé en cueros como que me rajaba, sentía una rebeldía en el cuerpo, me quería lanzar sobre ella y al mismo tiempo me detenía; es más, le pedí que la pensara, que todavía podía arrepentirse y no creerás, la muy canija me contestó: Yo me arrepiento a partir de las once de la noche, pero todavía es muy temprano.
Y como las tardes no son aptas para remordimientos, se la canté: Dispongo de cuatro horas para cambiarte la nacionalidad. La besé. Tenía la boca afrutada, con toques de frambuesa y chocolate; después me enteré que así saben todas ellas. Es por el vino tinto y el aceite de oliva; tú no comprendes eso porque eres inexperto, conforme te sigas juntando conmigo aprenderás a distinguir a Mónica Vitti de Brigitte Bardot.
Ya casi llegábamos a casa.
Le pregunté si convendría dar la vuelta por el pueblo o ver una película; era temprano y tal vez nos tocara una inglesa que nos haría sentirnos lores o una japonesita que nos llevaría al harakiri. Era tiempo de mudar doncella.
Preocupado, me respondió: La cosa está trémula, hermanito; más vale resguardarse. Y se fue a dormir con una tristeza de hombre abandonado.
Pasaron los años; mi hermano y yo continuamos agregándole virtudes a la italiana francesa y la adornamos tanto que ninguna conocida nos atraía, pues todas carecían de algo que a ella le sobraba.
Por no quedar solteros, él se casó con una chaparrita voluntariosa que estrellaba contra la pared y el piso cualquier objeto de cristal si escuchaba mencionar a la italiana francesa. De mi parte, busqué una compañera ordinaria, sin carácter, que soportaba en silencio el fantasma de la otra y en las noches, tras hacer el amor, se ponía a llorar, desconsolada por no dar el ancho y en las mañanas, mientras me bañaba, revisaba el buzón de mi celular: más aburrida, ¿en dónde?
En una velada de noche vieja, ambas se atiborraron de alcohol y nos gritaron infamias. Qué vergüenza sentí. Por mi hermano y por mí: apostamos por dos humanas que no tenían nada de espectaculares.
¿Sabías, le dijo la Enana a la Ordinaria, que estos cerdos se acostaron durante años con la misma puta? Por eso se llevan tan bien, están enfermos.
Quisimos explicarles. Nunca entendieron.
No hacía falta envejecer al lado de aquellos basiliscos, para comprender que jamás llegarían a parecerse a Esa que nos tenía olvidados, pues desde que firmamos el acta matrimonial fue imposible tocar su aura.
Nos divorciamos de común acuerdo, es decir, mi hermano y yo pactamos mandar al diablo a esas dementes, que se ponían celosas de las imaginaciones de sus maridos. Tan pronto nos sacudimos de sus malas vibras, la felicidad volvió a casa, a la pick up, al rancho y a las carreteras.
Ya no somos unos mozalbetes que se dejan embaucar por cualquiera.
Nos han llegado propuestas a través de Facebook de damas que tienen un 75 por ciento de italianas y 28 de francesas. No nos gustan, no tienen el toque. Algo les falta. Y no hablo de cuerpos o rostros. Es otro asunto el que buscamos.
Una mujer que no estima el poder de tu imaginación no tiene derecho a compartir tu vida.
Tanto mi hermano como yo preferimos una soledad arrinconada en el cine, a vivir con una hembra incapaz de transformarse en otras.
Aleyda Rojo
Es originaria de Estación Naranjo, Sinaloa, y radicada en Mazatlán. Es una de las escritoras más prolíficas y conocidas en el puerto, autora de las novelas "Más frescas las tardes", "Defensa de lo prohibido" y "Brujas del tiempo".