Empresas familiares que sobreviven, pero ya no viven

José Mario Rizo Rivas
27 octubre 2025

Hay un enemigo silencioso que se infiltra en muchas empresas familiares. No aparece en los estados financieros ni en las reuniones de consejo. No se refleja en la cuenta de resultados, pero se siente. Se respira.

No es la crisis, ni el mercado, ni la competencia. Es algo mucho más sutil: la comodidad disfrazada de estabilidad.

John D. Rockefeller lo decía sin rodeos: “La pobreza cómoda es más peligrosa que la miseria.” Y tenía razón.

Muchas empresas familiares nacen con hambre. Hambre de crecer, de abrirse camino, de sobrevivir. El fundador suele ser una persona decidida, que arriesga, que trabaja hasta tarde, que no espera que las cosas pasen, sino que las provoca.

Pero con el paso del tiempo, ese fuego se va apagando.

Las siguientes generaciones ya no tienen hambre.

Tienen herencia.

Y con ella llega la trampa:

La empresa funciona. Da para vivir. Paga los sueldos. Las vacaciones. El colegio de los niños. El mantenimiento del estilo de vida.

No hay sufrimiento, pero tampoco crecimiento.

Entonces aparece la pobreza cómoda:

Ese estado en el que todo está “bien”... pero nada está evolucionando.

Ya no se invierte en innovación.

Se evitan los riesgos.

Se repite la misma fórmula, año tras año.

Y cuando alguien propone algo nuevo, la respuesta es: “Así siempre ha funcionado.”

¿Qué se pierde?

Todo.

La visión. La pasión. La relevancia.

La conexión con el cliente. La competitividad.

Pero sobre todo, se pierde el alma emprendedora que le dio origen a esa empresa.

Rockefeller lo ilustraba con una historia simple: un joven que consiguió un buen trabajo en un banco. Buen salario, cero riesgos. Todos lo felicitaban. Quince años después, seguía en la misma silla. No era pobre, pero había dejado de crecer.

Eso mismo le pasa a muchas empresas familiares: siguen vivas, pero dejaron de crecer hace años.

Operan en automático.

Administran el pasado.

Se sienten exitosas porque no han fracasado, sin darse cuenta de que simplemente dejaron de moverse.

La comodidad actúa como un veneno lento.

No duele. No arde. No avisa.

Pero mata.

Mata la ambición, la creatividad, el sentido de urgencia.

Y lo peor: la sociedad la aplaude.

A los que no se arriesgan, se les llama “prudentes”.

A los que no se salen del molde, “responsables”.

Mientras tanto, los mercados cambian. Las tecnologías avanzan. Los clientes evolucionan.

Y esas empresas familiares, atrapadas en su zona segura, se quedan atrás.

Entonces, ¿cuál es la salida?

La respuesta de Rockefeller era clara:

Incomodarte. A propósito. A menudo.

En el contexto de una empresa familiar, eso significa:

Apostar por nuevas unidades de negocio, aunque no sean “lo de siempre”.

Incorporar talento externo que cuestione la forma en que se hacen las cosas.

Abrir espacios para que la nueva generación proponga, experimente y se equivoque.

Salir del mercado local y probar en otras geografías.

Revisar si la estructura actual favorece el crecimiento... o simplemente la conservación.

Porque si te sientes cómodo, es señal de que ya estás estancado.

Una empresa familiar no muere cuando quiebra.

Muere cuando se olvida de crecer.

Y muchas veces, ese olvido viene camuflado de buenos resultados, estabilidad, costumbre... y miedo.

No te acomodes.

No administres lo que ya existe.

No confundas estabilidad con éxito.

El legado que vale la pena dejar no es una empresa que “se mantuvo”, sino una que evolucionó, retó sus límites y se atrevió a seguir creciendo, incluso cuando no tenía la necesidad urgente de hacerlo.

Porque el verdadero enemigo del futuro no es la crisis.

Es esa pobreza cómoda que te convence de que “así está bien”.

Una empresa familiar que se conforma con estar bien, está a un paso de dejar de estar.

El hambre de crecer no se hereda: se cultiva.