AMLO no sabe del diálogo, le fascina y emociona su propio monólogo. Sólo quiere dejarse acompañar por claudicantes, sólo merecen verlo a los ojos sus devotos, sus acólitos que le llenan de humo los zapatos. Todo mundo debe callar cuando él h
03 abril 2006
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Adolfo Aguilar Zinser
Pues no quiere debatir el monarca de Macuspana. López Obrador está en su pedestal que lo imagina, ya, como su silla presidencial desde donde despacha. Desde allí y con el movimiento de su dedito decide ocurrencias y las apoda "propuestas", incita revanchas y las bautiza como "purificaciones", perdona vidas a antiguos enemigos y les premia su nueva lealtad con palomearlos en las listas parlamentarias.Desde sus alturas aguijonea candidatos, descalifica a periodistas, deja plantados públicos, decide lo que quiere contestar, profiere insultos, reclama fotos, como a la revista Proceso; en una palabra: hace lo que le da la gana. Con desdén prometió ir a un debate. ¿Lo hará?
En ese Olimpo, desde donde López Obrador mira de reojo y para abajo a sus adversarios, lo acompañan algunos cortesanos que no hace mucho exigían a gritos, a sus rivales, debatir. Hoy mudan de opinión o simplemente permanecen mudos.
Porfirio Muñoz Ledo increpó a Cuauhtémoc Cárdenas en 1999 con su reclamo de debatir y le advertía que negarse al enfrentamiento era un "nuevo gesto caudillesco".
En aquella candidatura por el Partido Auténtico de la Revolución Mexicana (PARM), Muñoz Ledo era monotemático: día y noche pedía debatir. Decía que el IFE debía asumir su responsabilidad y protagonismo en la celebración de los debates. "No queremos un IFE-Pilatos, ni un Poncio-electoral" que se laven las manos en la organización de los debates, sostenía el socarrón Porfirio.
También Manuel Camacho Solís. En su discurso de protesta como candidato de su fugaz partido, Camacho retó a debatir a Francisco Labastida y pidió "más de un debate". Ricardo Monreal también solicitó ese combate electoral.
Todos olvidaron, hoy por hoy, su vocación de polemistas porque así se los ordena la debilidad retórica y la nulidad de propuestas serias de su candidato presidencial.
Pero el caso del Diputado Pablo Gómez es de escándalo. ¿Con qué cara pedirá el Diputado Gómez, ahora, que los informes de gobierno del Presidente de la República se conviertan en sesiones de debate, cuando su candidato López Obrador se niega a debatir en campaña? ¿Debate sólo cuando conviene?, ¿debate sólo al capricho y al antojo perredista?
Ayer fue rabiosa la exigencia de Pablo Gómez a un debate con Fox en el Congreso, hoy se muerde la lengua y demuestra, otra vez, que la vocación deliberativa del PRD, es decir, la vocación de confrontación pública con el diferente para rendirle cuentas al ciudadano es una vocación de utilería.
Una vocación de cartón que se moja con cualquier anécdota. Se reafirma la incongruencia perredista al leer sus Estatutos, donde obligan a sus militantes a debatir para participar como candidatos o dirigentes del PRD. A los que se niegan a debatir les cancelan su registro. ¿Quién entiende al PRD?
Debatir es una exigencia de la democracia. No puede haber democracia plena sin debate. Sin esa compulsa pública de los distintos proyectos que los candidatos ofrecen a la nación, la campaña es chacoteo. Desde que nació la democracia en Grecia, nació también allí la ineludible necesidad de debatir. Todo se debatía en Atenas antes de votar, no había votos sin debates. Los griegos los entendieron bien, por eso fueron amos de la retórica.
Una democracia sin debate es una democracia débil, expuesta a la mentira. Sin debate es fácil moldear la verdad y regresar al país al tiempo donde sólo imperaba una voz, sin nada ni nadie que la discutiera, que la examinara públicamente. La democracia sin debate es la democracia de una sola canción, como decía en esta semana un anuncio-protesta del Instituto Mexicano de la Radio.
En cualquier país con una democracia consolidada, la obligación de debatir es ineludible e inopinable. En Francia se debate por mandato expreso de sus leyes, en Estados Unidos por tradición, en España por su reciente cultura democrática y en la mayor parte de América Latina se debate para alcanzar la Presidencia de Gobierno de sus países. Francamente, México es una excepción vergonzosa en materia de celebración de debates.
Poco después de que John F. Kennedy derrotara a Richard Nixon en 1960 en el primer debate transmitido por la televisión nacional estadounidense, en México se debatió por la exigencia del PAN. El 27 de junio de 1961, en la empresa entonces llamada Televicentro, en el programa Mesa de celebridades, que aparecía a las nueve de la noche en la pantalla chica bajo la conducción de Agustín Barrios Gómez, participaron entonces, en ese histórico primer debate televisivo, los candidatos a diputados federales por el distrito electoral 23 del Distrito Federal, Tomás Carmona por el PAN y Antonio Vargas Mac Donald por el PRI.
El triunfo del líder sindical panista (sí, el panista Tomás Carmona era un líder obrero que entre otras cosas gestionó la construcción de la Unidad Independencia en el sur de la ciudad de México para que sus trabajadores tuvieran una vivienda barata y digna, adelantándose a la fundación del Infonavit) fue tan contundente y demoledor que el PRI nunca más aceptó un debate en televisión hasta 1994, cuando Diego Fernández de Cevallos noqueó a Ernesto Zedillo.
Fox debatió dos veces, también ganó de calle en sus debates. Esa es la verdadera razón por la que Andrés Manuel López Obrador rehuye la confrontación. El PAN tiene una tradición de victoria en los debates públicos y Felipe Calderón garantiza otro triunfo en esa batalla electoral pública.
Para debatir y construir un diálogo público se necesita ese intercambio de palabras, esa permuta de explicaciones, testimonios y evidencias con los que se ha de nutrir la razón de las personas para depositar sus sufragios a favor del candidato de su preferencia.
Los diálogos se construyen con debates, así lo demostró Platón al dejar constancia de las palabras y la sabiduría de Sócrates. La negativa perredista me recordó uno de esos diálogos, en el que se habla precisamente del lenguaje con Hermógenes. Ante cada afirmación o provocación de Sócrates para iniciar la polémica, Hermógenes sólo responde con un escueto "Sí", "Ciertamente", "Conforme", "Eso es precisamente lo que pienso", "Me parece bien, tienes razón".
El candidato perredista quiere que todos nos comportemos como Hermógenes. Insiste en el insulto y en la negativa a debatir en más de una ocasión. Quiere que su campaña sea sólo un paseo, un día de campo sin exposición pública.
López Obrador no sabe del diálogo, le fascina y emociona su propio monólogo. Sólo quiere dejarse acompañar por claudicantes, sólo merecen verlo a los ojos sus devotos, sus acólitos que le llenan de humo los zapatos. Todo mundo debe callar cuando él habla desde la punta temporal de las encuestas. Todos deben callar, el Presidente Fox, Calderón, los periodistas incómodos, sus críticos, todos debemos guardar silencio. Ninguna disidencia estorbosa puede empañar su camino a Palacio Nacional. Todos son chachalacas.
Si López Obrador viviera en los tiempos de Sócrates, no se ocuparía de los Diálogos de Platón. Le parecerían feria con chachalacas. Él sólo hablaría con Zeus.