Dos de octubre. Cuarenta años. Mucha agua ha corrido bajo el puente. Las secuelas del movimiento estudiantil aún están presentes.

04 octubre 2008

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NOROESTE / REDACCIÓN / SHEILA ARIAS

Dos de octubre. Cuarenta años. Mucha agua ha corrido bajo el puente. Las secuelas del movimiento estudiantil aún están presentes. El país cambió. Octavio Paz renunció en 1968 a la embajada de México en la India. Fue el inicio de la ruptura de muchos intelectuales con el régimen de la Revolución mexicana. La represión del movimiento abrió una crisis de legitimidad. Luis Echeverría respondió con la tesis de "la apertura democrática". Fue el último intento de cooptación de la disidencia. Todo dentro del Estado, nada fuera del PRI. El fracaso fue estrepitoso.
José López Portillo tuvo que ir más lejos. A principios de los años 70 proliferaron los movimientos guerrilleros. Muchos jóvenes universitarios leyeron la matanza de Tlatelolco como el advenimiento de un régimen protofacista.
No había espacio para la lucha pacífica. La nueva revolución sería socialista y por las armas o no sería. A la guerrilla rural, presente desde los años sesenta, se sumaron los movimientos armados urbanos. De esa época vienen el subcomandante Marcos y el EZLN.
La reforma electoral de 1978 se propuso abrirle espacios a las oposiciones. Lo que resiste, apoya, sentenciaba Jesús Reyes Heroles, entonces Secretario de Gobernación. El destinatario principal era la izquierda.
La legalización del Partido Comunista en 1979 fue un dato mayor. Ese mismo año llegaron los primeros militantes de las izquierdas a la cámara de diputados.
La derecha, Acción Nacional, no parecía representar un desafío mayor. La transición democrática arranca en México, sin duda alguna, con la reforma electoral de López Portillo y Reyes Heroles.
La historia posterior tuvo muchos altibajos y vericuetos, pero concluyó exitosamente el 2 de julio de 2000 con la alternancia política. Fue una transición de terciopelo. Terminaron 71 años de dominio priista en un contexto económico y político estable.
Es más, excepcionalmente estable si se considera que Fox fue el primer presidente en recibir y entregar el poder sin devaluación ni crisis. Pero todo esto era demasiado bueno para ser verdad.
El cambio político en México tenía y tiene un obstáculo mayor: la ausencia de un partido de izquierda moderno y verdaderamente democrático.
Por eso es indispensable reflexionar sobre la generación de 1968. ¿Quiénes eran y cómo pensaban los líderes del movimiento estudiantil que luego fueron encarcelados? ¿Dónde están ahora y qué defienden?
Nadie puede negar la importancia del movimiento del 68. Pero las interpretaciones y las lecturas que se hicieron del mismo fueron diametralmente opuestas. Los dirigentes estudiantiles lo entendieron y lo definieron como un movimiento revolucionario.
Las movilizaciones contra el gobierno deberían culminar en una alianza obrero-campesino-estudiantil que impulsara un proyecto socialista, Estado planificador y dictadura del proletariado.
Las diferencias estaban en si la conquista del poder debería hacerse por la vía armada, Liga Comunista 23 de Septiembre, o se podía emprender mediante una serie de reformas, Partido Comunista. De ahí la consigna contra Luis Echeverría: "no queremos apertura, queremos revolución".
Octavio Paz, por su parte, descifró la protesta con otras claves: la demanda esencial era la transformación democrática del régimen autoritario priista. Ese, y no las demandas económicas o sociales, era el verdadero motor de las movilizaciones.
Había entonces que emprender una crítica sin concesiones contra la fusión del PRI y el Estado para dar paso a un sistema verdaderamente democrático. Desde el régimen se le respondía a Paz que su visión era simplista. La "democracia mexicana" era muy mexicana y no tenía por qué adoptar el modelo estadounidense o europeo.
El paso del tiempo le dio la razón a Paz. La transformación democrática terminó siendo el objetivo común de todas las fuerzas de oposición, particularmente a la izquierda. Y en el interior del régimen, las corrientes más lúcidas e inteligentes reconocieron que el cambio en ese sentido era impostergable.
Los avances y los retrocesos fueron muchos. El balance de las últimas administraciones priistas, De la Madrid, Salinas de Gortari y Zedillo, debe hacerse con detalle. Pero el trazo fundamental es claro: los avances graduales culminaron con la alternancia en paz y estabilidad.
Paralelamente, la Historia, así, con mayúscula, le asestó un golpe mortal a la ideología de la izquierda. El colapso del socialismo real y la caída del Muro de Berlín en 1989 eliminaron de cuajo tres mitos: primero, que el marxismo-leninismo era una doctrina científica que guiaba al proletariado, y a la humanidad, al paraíso; segundo, que con todas las imperfecciones del caso los regimenes socialistas eran superiores a las naciones capitalistas; tercero, que la economía de mercado y la democracia formal eran imperfectas y estaban condenadas a desaparecer en el basurero de la historia.
Los cambios en México y en el mundo deberían haber provocado un examen de conciencia de todas las corrientes de la izquierda. Pero no fue el caso. La fusión en 1989 de la izquierda socialista, en todas sus variantes: leninista, trotskysta, maoísta, etc. con el movimiento de Cuauhtémoc Cárdenas y Múñoz Ledo impuso otra agenda. No se trataba de revisar las premisas y los objetivos del socialismo científico, sino de rescatar los principios esenciales del nacionalismo-revolucionario que se definían por dos coordenadas esenciales: impedir la liquidación del Estado interventor propietario y denunciar la apertura comercial como una estrategia neoliberal y proimperialista.
Pero el cambio mayor ocurrió paulatinamente. La transformación democrática del régimen abrió espacios en los municipios, los estados y el Congreso federal a los militantes perredistas. Y no sólo eso.
El PRD se convirtió en una marca registrada, como el PRI y el PAN, con enormes prerrogativas. La economía del partido terminó aburguesando; pero no, debo ser más preciso: terminó burocratizando la conciencia de los antiguos militantes socialistas.
Por eso se puede decir que los líderes del 68 son una generación perdida. Hoy por hoy defienden sus ingresos y dietas y muchos de ellos se ha alineado tras el priista de mayor talante autoritario: López Obrador. Por eso, también, impulsaron y aprobaron la contrarreforma electoral del año pasado.
Los jóvenes libertarios de ayer son los canosos diputados y senadores de hoy. Se perdieron en el camino. No estuvieron a la altura de su historia. Es cierto que muy contadas excepciones. Luis González de Alba es el ejemplo más notable. Pero ya se sabe que una golondrina no hace verano.