El golpe asestado a Vicente Fox Quesada al impedirle leer su mensaje postrero ante el Congreso de la Unión forma parte de la respuesta perredista a los agravios que atribuyen al Presidente de la República, sobre todo su ilegal intervención en el
03 septiembre 2006
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El día del último informeMuchos de los asistentes a la inauguración de sesiones del Congreso emitieron sus declaraciones de indignación contra los grupos perredistas que tomaron la tribuna en San Lázaro sólo de dientes para afuera, para efectos mediáticos. Mientras el acontecimiento ocurría, sin embargo, parecían hallarse en el entreacto de una representación teatral en que el público se desplaza para saludar, para ver y ser visto: saludaban a sus conocidos lejanos, formaban corrillos donde se expresaban frases divertidas o se narraban anécdotas sabrosas (a juzgar por las risas y aun carcajadas), hacían llamadas telefónicas, deambulaban entre amenidades.
Quizá no cobraron conciencia de lo que acontecía sino hasta más tarde. O tal vez no les importaba. O acaso se sentían aliviados, temerosos como hubieran estado de que el conflicto anunciado se manifestara de modo violento, por lo menos con empellones, hasta llegar a las manos o algo peor. El hecho es que había más ambiente de desenfado y aun jolgorio que de preocupación y cólera (aunque por supuesto hubo muchos que las vivieron) por la toma de la tribuna, una de las posibilidades imaginadas para lograr el propósito perredista de impedir que el Presidente Fox ofreciera desde la Cámara en que tomó posesión hace casi seis años, su mensaje de despedida.
Fue una maniobra certera, en el momento adecuado a sus fines, con un motivo irrecusable. Antes de que el Senador Carlos Navarrete se refiriera al sitio de San Lázaro, en que se concretaba la que denunció como inconstitucional suspensión de garantías, habían formulado al Gobierno federal semejante reproche los diputados Ricardo Cantú y Alejandro Chanona, al fin y cabo miembros de los partidos que con el PRD formaron la coalición Por el Bien de Todos.
Pero también se produjo contra ella la Diputada Martha Hilda González Calderón, la joven vocera del Partido Revolucionario Institucional, la tercera fuerza en la Cámara: "no entendemos ni aceptamos el estado de sitio con el que la fuerza pública mantiene cercado el palacio legislativo", dijo.
Sólo minutos después de esa expresión, la repitió a su manera Navarrete, que el domingo pasado había advertido al Presidente Fox que el viernes siguiente sabría de qué madera están hechos los legisladores perredistas. Blandiendo un ejemplar de la Constitución, recitó su Artículo 29, que establece las circunstancias en que pueden suspenderse las garantías y reprochó a Fox haber ordenado ese estado de excepción en torno al recinto parlamentario. Renunció entonces a su propio turno en la ronda en que ya seis legisladores habían expuesto la posición de sus grupos. Atribuyéndolo al desproporcionado cerco de seguridad notorio fuera y dentro de la Cámara, no expresó la de su partido "pues no existen las condiciones para que el Congreso sesione".
Más adelante el propio presidente de la mesa directiva, un atribulado Jorge Zermeño haría suyo ese diagnóstico. Mientras tanto se esforzaba por hacer que los diputados y senadores perredistas que salían de sus curules volvieran a ellas. Era un pedido inútil: más de ciento cincuenta sillas quedaron vacías, de pie sus ocupantes en los varios niveles de la tribuna desde la que se dirigen los debates y hablan los oradores.
De allí no se movieron los perredistas ni siquiera cuando, al cabo de la primera media hora de su plantón, vino y se fue el Presidente Fox, advertido por su correligionario, el presidente del Congreso, de que no había condiciones para que leyera el mensaje postrero, y tras entregar a un secretario de la mesa, panista también, el informe por escrito que previene la Constitución. Ya había admitido el propio Zermeño esa posibilidad dos días antes de la fecha. Sólo cerca de las diez de la noche, sólo ellos presentes en el salón de plenos, bajaron los perredistas de la tribuna, cuando conocieron el pedido para que cesara el sitio militar y policiaco.
Sin trivializar pero sin magnificar tampoco el mecanismo empleado por los perredistas, hay que recordar que en los parlamentos además de la discusión y de la votación hay recursos lícitos de actuación, como el abandono de las sesiones para romper el quórum, o la inscripción de decenas de oradores para cansar a la asamblea antes de que se vote un punto controvertido. La medida extrema, rayana en la acción directa pero no violenta, aunque puede dar origen a ella, es encaramarse a la tribuna para diferir una sesión o reventarla. Los perredistas no se cansan de recordarle a Fox que se sumó a esa práctica más de una vez en los turbulentos días de la 54 Legislatura a la que perteneció.
No me reprochen los lectores, sobre todo los que practican sobre mis textos un marcaje personal y que con tonos diversos los critican, complacencia con este modo de actuar de las bancadas perredistas. No la tengo ni podría tenerla porque mis convicciones son contrarias a la ruptura de las formas, y porque me falta confianza en grupos parlamentarios formados a partir de conveniencias personales, contrarias a los propósitos generales de la causa de que se valen para medrar. Mirar durante todo el tiempo que duró la toma de la tribuna que detrás del compungido Presidente de los debates se erguía el Senador hidalguense José Guadarrama como abanderado de la legalidad, siendo que sistemáticamente ha encarnado lo contrario, casi me impulsaba a advertir de algún modo a Zermeño contra el eventual riesgo que tenía a sus espaldas.
El golpe asestado a Fox al impedirle leer su mensaje postrero ante el Congreso forma parte de la respuesta perredista a los agravios que atribuyen al Presidente de la República, sobre todo su ilegal intervención en el proceso electoral, en que contendió como si fuera de nuevo candidato. Pero estuvo alimentado por las desavenencias con que se iniciaron las tareas en la Cámara de Diputados, debido a la decisión panista de impedir que un legislador del PRD presidiera la mesa directiva durante el primer año.
Héctor Larios, el rígido y rudo coordinador de los diputados panistas tiene una profunda desconfianza, por no hablar de aversión, a las hordas perredistas, como llama a sus compañeros de Cámara. Dice haberles exigido una garantía de comportamiento institucional y que no la recibió. Además de encabezar el Congreso este septiembre, el presidente de la Cámara deberá publicar el bando solemne que hace conocer la declaratoria de Presidente electo y, más importante, dar posesión de su cargo al próximo titular del Ejecutivo.
Sus renuencias previas se confirmaron, dice, con el comportamiento de las bancadas perredistas y deslizó una amenaza: solicitar al Instituto Federal Electoral la cancelación del registro del PRD. Se requeriría para llegar a ese extremo una interpretación alambicada, pero de seguro hallaría el pedido un ambiente favorable en el sesgado consejo general del IFE: El código electoral dispone que esa sanción extrema puede ser aplicada si un partido "deja de cumplir los requisitos necesarios" para obtenerlo. Uno de ellos es contar con una declaración de principios que incluya "la obligación de observar la Constitución y de respetar las leyes e instituciones que de ella emanen".
Esta vez las bancadas perredistas no atentaron contra ninguna institución. No lo hicieron contra la investidura presidencial y menos contra el pueblo como alegó el Presidente Fox. No es obligatoria la lectura de un mensaje ante el Congreso, ni se inhibió al no ocurrir la del viernes la libertad de expresión del Presidente, que la posee en grado mayor que ningún mexicano.
Menos de dos horas después de que cumplió su deber constitucional estaba ya al aire en cadena nacional, siendo atendido sin duda por un público mayor del que hubiera escuchado sus palabras en condiciones ordinarias.
Los legisladores perredistas ilustran la complejidad del movimiento de que forman parte. Es al mismo tiempo contestario e institucional. Sin esquizofrenia es posible que los gobernantes y miembros de cuerpos deliberantes caminen portadores de esas dos cachuchas, que caminen en el filo de la navaja. Pero puede llegar un momento en que las conductas correspondientes se hagan incompatibles. El nuevo discurso antiinstitucionalista de López Obrador embate contra ellos, en tanto que son parte de una institución, como embate contra quienes gobiernan y gobernarán el Distrito Federal y otras entidades.
El pasado presente. También la del primero de septiembre de 1944 fue una jornada agitada en la Cámara de Diputados, entonces situada en el antiguo palacio del Factor, en la esquina de Donceles y Allende, inmueble que heredó la Asamblea legislativa del Distrito Federal. Las desavenencias internas no se mostraron entonces contra el Presidente de la República, como del viernes en San Lázaro. Pero produjeron un episodio notable, pues la inconformidad de un grupo de legisladores con el Presidente de la sesión por el modo en que respondió al General Manuel Ávila Camacho, los orilló a deponerlo de su cargo al frente de la mesa directiva.
El discurso, en realidad, fue sólo un pretexto. El incidente reflejaba las tensiones dentro del vasto grupo parlamentario del Partido de la Revolución Mexicana (PRM), del que en 1946 nacería el PRI. A falta de oposición, se habían consolidado en ese partidos dos alas, con raíz en el pasado y con intenciones hacia el futuro. Por un lado, el ala izquierda reivindicaba las acciones del Presidente Cárdenas, que había hecho sucesor suyo a Ávila Camacho para atemperar su propia política.
Y, por otra parte, el ala derecha que veía con buenos ojos la actitud del Presidente, conciliatoria con los antiguos sectores desafectos al gobierno como la Iglesia y los empresarios. La elección legislativa de 1943, primera que resolvió Ávila Camacho, dio ventaja a los moderados, en medio de esas corrientes. Por eso puso en el control de las cámaras a personeros suyos de su mismo talante. Más todavía, el propio Ávila Camacho se ocupó de designar a quienes responderían sus informes.
En 1944 había un clima de grave inconformidad social debido sobre todo a la carestía de la vida, que el Secretario de Economía Francisco Xavier Gaxiola, miembro del grupo del General Aberlardo L. Rodríguez, ex Presidente de la República a la sazón enriquecido hasta el escándalo, había sido incapaz de controlar, por lo que fue depuesto.
Para evitar que su renuncia fuera considerada como un triunfo de la izquierda, a la que entonces pertenecía la CTM, Ávila Camacho nombró a Herminio Ahumada presidente de la Cámara. Abogado sonorense, de renombre en los ámbitos deportivos, Ahumada había militado en el vasconcelismo y se había casado con Carmen, la hija de José Vasconcelos, al que Ávila Camacho prodigaba reconocimientos y atenciones.
"En su respuesta", escribe el historiador Luis Medina, "Ahumada tocó tres temas que habrían de soliviantar los ánimos de diputados y senadores. Sostuvo que la mayor responsabilidad de un gobernante ante Dios y ante los hombres era la salvación de la Patria; criticó la forma en que se llevaban a cabo las elecciones federales y locales; y abogó por la verdadera efectividad del sufragio y una radical reforma de los procedimientos políticos. Veladamente atacó a los extremos del abanico político oficial acusando a la derecha de desprestigiar a la revolución y a la izquierda de propiciar la inmoralidad, el radicalismo y la anarquía...
"La respuesta al informe, conocida y aprobada de antemano por el Presidente, como es tradición en estos casos, no fue del agrado de la mayoría de los integrantes del Congreso. La izquierda oficial con (Fernando) Amilpa a la cabeza, fue la que con más ahínco atacó a Ahumada en el debate que siguió a la salida del presidente y su comitiva del recinto parlamentario, y la mayoría de los diputados, ahora de filiación moderada, sorprendida y en parte ofendida por los ataques a los procedimientos electorales y las invocaciones a la divinidad, decidió hacer bando con la izquierda y votar la destitución de Ahumada como presidente de la Cámara. El líder (Federico) Medrano, también sorprendido y sin instrucciones, se abstuvo de votar o de diferir el asunto.
En el lugar de Ahumada se designó a Carlos Madrazo, que militaba en la minoría izquierdista, hecho que resultó grato a la CTM. Pero poco habría de durar Madrazo en el cargo, pues el 5 de septiembre el líder Medrano pedía y lograba la revocación de los acuerdos tomados el día primero anterior, con lo cual se restituía en la presidencia de la Cámara a Herminio Ahumada. De esta manera, la iniciada como una reacción espontánea a un exceso verbal de un Diputado se convirtió en un conato de enfrentamiento político, pues la minoría se retiró de la Cámara junto con Madrazo. Y ahora, como líder minoritario, Madrazo se colocó en abierta rebeldía al acusar a Medrano de tratar de dividir a la Cámara apoyando a un reaccionario".
Atrás de esa disputa se evidenciaba ya la lucha por la sucesión presidencial. Madrazo era partidario de Javier Rojo Gómez, Gobernador de la Ciudad de México que lo había sido de Hidalgo. Para neutralizar su influencia, los alemanistas le pusieron una celada: acusado en falso de un delito, perdió su fuero y fue procesado y aun llegó a estar preso, aunque por breve tiempo, algo que no vivió su ahora inencontrable hijo Roberto, nacido sólo en 1952.