En mis años de estudiante participé en muchos, demasiados, pleitos. Gané una buena parte y me tocó perder algunos

01 enero 2008

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Manuel Antonio Díaz Cid

En mis años de estudiante participé en muchos, demasiados, pleitos. Gané una buena parte y me tocó perder algunos. Estos que los platiquen los que los ganaron. No haré mención de los pleitos que acontecieron en Culiacán sino solamente los de Monterrey. Corrí peligro varias veces.
Estaba enfadado de que un grandote de Chihuahua, que le decían el Marro, a diario me pedía la tarea para copiarla. Mi enojo consistía en que circulaban rumores de que mi grupo de estudio hacía la tarea porque no teníamos otra cosa que hacer. Al Marro se le atribuían estos chismes. Un día cualquiera se me ocurrió negársela.
Lo tuvieron que detener entre varios para que no me moqueteara en el instante. Estaba indignado porque alegaba que habiéndole entregado la tarea: enseguida se la arrebaté. Una ofensa imperdonable. Empecé seriamente a entrenar box de nuevo.
Gilberto Armienta Calderón, Humberto Murillo D. y yo salíamos del bar llamado Reforma que estaba por calle Zaragoza en Monterrey. Al cruzarnos con un grupo de estudiantes de la Universidad de Nuevo León que venía en sentido contrario nos empujaron haciéndonos a un lado. Protesté y pronto estábamos, en medio del crucero más céntrico de Monterrey, un contrincante y yo.
Después supe por el Dr. Enrique Segovia, prestigiado ginecólogo de Monterrey, que acompañaba a sus compañeros de la facultad de medicina que celebraban el fin de sus clases, que mi adversario ya había tenido un altercado esa misma noche en otra cantina. Me conviene contar este pleito como lo vieron los testigos.
Estos aseguran que alcancé al contrario con un volado de izquierda y que cayó lastimado y que rápido lo llevaron a atender. Al respecto lo que yo recuerdo es más bien una escena de farsa pantomima (slaptick) de película de Chaplin.
Un atardecer daba la vuelta a la plaza Zaragoza con Javier Zazueta Russell, que en tres años se graduaría de arquitecto. Por rencillas sin chiste me hice de palabras con un jugador de fútbol americano y nos peleamos. Al corpulento fullback, por cierto de la Laguna, no le fue como esperaba por lo que declaró que el pleito había sido desigual porque él andaba con copas y amenazó con destrozarme si me volvía a encontrar.
Dejé de salir unos días e intensifiqué el entrenamiento con los varios excelentes atletas que compartían la casa de Hidalgo. Nacho Gallego, quarterback del equipo de fútbol y Juan Lizárraga, novato del año del campeonato nacional de básquetbol de primera fuerza. Éste que apodábamos Gandul insistía cuando me entrenaba que no retrocediera cuando él me tiraba un golpe sino que me quedara a distancia de responder.
Vencer este instinto tarda de dos a cuatro años de entrenamiento de un boxeador profesional; se suponía que yo aprendiera en dos o tres semanas. En esas condiciones físicas me encontraba, con mi máximo peso de estudiante de 78 kilogramos, cuando se presentó el comentado pleito con la porra brava de sol de los toros en Monterrey.
Un numeroso conjunto de guaruras, choferes, bouncers de antros y levantadores de pesas de gimnasios de Monterrey constituían la porra de sol de la plaza de toros. Aquel domingo estaban particularmente agresivos lanzando bolsas de polvo de pintura roja y botellas de cerveza y orines sobre la concurrencia.
Asistíamos a la corrida Maquío, Jorge Cervantes Clouthier y yo. Maquío estaba intranquilo quejándose del abuso y de que nadie protestara. Yo lo calmaba diciéndole que así era el ambiente en sol, que no había nada que hacer cuando Maquío recibe un botellazo en el hombro. De inmediato se para y grita: Cobardes.
Una delegación de porristas se dirigió a nosotros. Maquío se tramó a golpes con tres de ellos y al más fuerte lo jaló de los brazos poniéndolo frente a mí. El adversario, que era como de mi estatura o un poco más alto pero el doble de ancho, se me acerca sonriendo y poniéndose las manos sobre el pecho me pregunta: ¿Me vas a entrar güerito? Respondí con un zurdazo sobre la mejilla produciéndole un raspón que lo desconcertó.
Su confianza lo lleva a hacer una tontería: avanzó de nuevo y trató de abrazarme. Lo volví a conectar con la izquierda pero se agacha y golpeo sobre la frente. Bueno para detenerlo un momento pero malo para mi mano. El fortachón no sabía tirar golpes pero yo no tenía los recursos para vencer a un adversario de ese peso, fortaleza y agresividad. Además porque no me animaba a recibirlo a pie firme sino que le golpeaba mientras me echaba hacia atrás para evitar el abrazo que pretendía.
En ese tenor siguió el combate. Inexplicablemente insistía en abrazarme y le recibía, con la derecha o la izquierda buscando su mejilla golpeada. Me alcanza a empujar y de espaldas bajo varios escalones de las gradas sin caerme. Con la ventaja de la altura, vuelve a acometer como toro de lidia pero alguien del público lo empuja por la espalda, lo veo venir sin control de sus pasos, me agacho y pasa volando sobre mi cabeza yendo a dar escalones abajo. Maquío me grita: Súbete.
Salimos de la plaza auxiliados por el público que nos abría paso mientras que no dejaban pasar a los porristas. ¿Qué tan molestos con la porra estaría el público que, con tal de auxiliarnos a salir de la Plaza, se animaba a recibir empujones y hasta golpes de los porristas? Una vez afuera nos esperaban los compañeros del equipo de fútbol de Maquío, que habían observado el evento desde distintos asientos de la plaza, para escoltarnos a los automóviles. Algunos nos regañaban por imprudentes otros nos felicitaban.
Maquío estaba satisfecho porque había intentado lo impensable: hacerle frente al abuso de la famosa y brava porra de sol. A mí me daban agua con azúcar para que recuperara el color y el habla mientras flexionaba el índice de la mano izquierda cuyo nudillo y excoriaciones todavía me duelen en noches de luna llena.
Al día siguiente, lunes, el Marro, en evidente señal de reconciliación, me vuelve a pedir la tarea y desde luego se la presto. Cerraba esta etapa juvenil con la intención de no volver a los golpes nunca jamás. Demasiado insultaba mi autoestima el no haberlos evitado.
Es la primera vez que escribo estas anécdotas, en primera persona, con nombres reales y testigos.