¿En que momento se perdió ese valor tan intrínseco de los hombres honorables? ¿Acaso la honorabilidad se convirtió sólo en un aspecto de conveniencia? ¡No lo sabemos, pues la respuesta se pierde en la noche de los tiempos!
10 febrero 2007
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Héctor Tomás Jiménez
El honor de la palabraExiste una regla de oro de convivencia humana que desafortunadamente ha venido siendo relegada por los mismos seres humanos. Dicha regla de oro tiene relación con el honor de la palabra, honor que se refleja el honor mismo que quién la empeña, lo que significa, en otras palabras, que sólo empeña su palabra el hombre honorable en toda la extensión de su significado.
¿En que momento se perdió ese valor tan intrínseco de los hombres honorables? ¿Acaso los hombres dejaron de serlo? ¿Acaso la honorabilidad se convirtió sólo en un aspecto de conveniencia? ¡No lo sabemos, pues la respuesta se pierde en la noche de los tiempos! Pero lo que es una realidad ineludible, es que hoy, más que nunca, la palabra ha perdido su valor implícito, ya nadie confía en nadie.
Junto con el valor de la palabra, se han perdido muchas otras cosas que antes hacían posible la sana convivencia de las personas, se perdió el respeto, se perdió la confianza, se perdió la caballerosidad, es suma, se perdieron muchas de las virtudes humanas que nos distinguían como seres honorables de la creación.
Todo esto, nos da material suficiente para empezar una tarea urgente, que se resume en el rescate del honor de la palabra, y en esa tarea, debemos estar todos pues no se vale convivir con una doble moral, la que digo y anuncio cuando hablo, y la que reflejo cuando actúo.
Esa doble moral se manifiesta de múltiples maneras, hay quienes manifiestan y exhiben sus actitudes ante los demás para recibir reconocimientos, pero al mismo tiempo, en un contexto diferente, hacen exactamente lo contrario.
Es el caso de un padre que habla y aconseja dentro del hogar sobre las conveniencias de una vida honesta, pero que en su trabajo o empresa, le resulta fácil inducir o propiciar la corrupción en busca de más ganancias.
O bien, el caso de un hijo que después de comportarse mal, transgredir el orden establecido de la sana convivencia en el hogar, y ser castigado por los padres por no es merecedor de consideración alguna, busca reconciliarse con ellos y los demás por la conveniencia de recibir lo que había perdido, aún a costa de no perdonarse a el mismo.
Todo esto es faltar al honor de la palabra, pues conlleva un arrepentimiento condicionado a la recepción de beneficios.
El empeño de la palabra dada tiene un valor infinito para el depositario; y no debiera tenerlo menor para quien se compromete en su cumplimiento. Con la palabra empeñada, junto va el honor de quien la deposita.
Hoy es mucho más fácil mentir que antes, pues hemos aprendido a manejar el cinismo y la conveniencia. Nos comportamos de una manera cuando ponemos la mano derecha para recibir beneficios, pero cerramos el puño de la mano izquierda para no darle nada a nadie. Somos reacios a dar, pero muy gentiles en recibir. ¡Así es nuestra actual naturaleza humana!
Qué diferente sería darle el justo valor a las cosas, saber recibir y en consecuencia saber dar. Distinguir muy bien cuando recibo como compensación a una actitud o comportamiento con los demás, con el recibir cuando los demás desean estimular la mejora de mi conducta. ¡Son dos cosas muy diferentes, pero sin embargo las confundimos a menudo!
Hay quienes al recibir se olvidan de dar las gracias, pues consideran que es sólo una compensación a lo que merecen, pero al mismo tiempo, no son capaces de desprenderse ni siquiera de una actitud de agradecimiento. ¡Nos hemos olvidado del valor de la palabra!
Todos hemos conocido a alguien entre cuyas virtudes no esta el cumplimiento de la palabra dada y que, además, son consumados especialistas en disfrazar su verdadera personalidad.
Son personas que han sido siempre los peores de todos; los menos recomendables, los más indeseables. Estos individuos, cuyos rostros suelen ir cubiertos por una máscara de aparente sinceridad detrás de la cual ocultan su desmedida hipocresía, son merecedores del mayor de los desprecios; pues un hombre que se precie de serlo debería demostrar en todo momento ser dueño de un alma noble, sea cual sea el lugar y la situación, sea cual sea el trance y la circunstancia a la que se ve abocado.
La verdad, la sinceridad, la confianza, deberían imperar siempre en las relaciones humanas y no jugar, tan sólo, el papel de mero deseo, ya que la mayor desazón que puede padecer un hombre es la duda. Y dudar de la sinceridad de palabra de alguien conduce a su inmediato arrinconamiento. ¡Cualquier parecido con la vida real es mera coincidencia!
udesmrector@gmail.com