Existe la percepción y un consenso casi generalizado de que los periodistas tenemos derecho a divulgar todo aquello que pase por nuestras manos

26 junio 2010

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José Luis Valdés Ugalde

Nadie tiene derecho a escuchar o grabar comunicaciones privadas, salvo cuando un juez así lo determine. Por lo menos eso es lo que dice la Constitución. No deja de ser curioso que la Constitución sea tan específica en una materia como ésta, cuando es claro que invadir la intimidad es violatorio de las garantías individuales. Lo específico tiene que ver con las excepciones.
En realidad ese párrafo está ahí no para proteger el derecho de los ciudadanos a no ser violentados en su intimidad, sino para permitirle al Estado hacer excepciones. Pero la pregunta no es si hacer escuchas es o no un delito, eso está claro, sino cómo es que divulgar con tal profusión llamadas telefónicas privadas se ve como algo normal.
Existe la percepción y un consenso casi generalizado de que los periodistas tenemos derecho a divulgar todo aquello que pase por nuestras manos; desde expedientes judiciales, documentos clasificados, fotografías personales o escuchas telefónicas.
Da igual si se trata de un asunto delicado, de un cochinero político o de un asunto personal; los medios hemos borrado de la lista de tareas preguntarnos si la divulgación de tal o cual material es o no violatorio de derechos de terceros porque, cómodamente, presuponemos que si otro fue el que grabó, filtró o extrajo ilegalmente una información, a partir de ese momento es material público y uno no hace más que ejercer el derecho a la información.
El argumento de que una vez que algo salió a la luz es información pública es muy tramposo, pues antepone un derecho humano de carácter general sobre derechos de personas concretas.
Decir que una información es pública por estar en circulación sin importar su origen equivale a decir que comprar robado no es problema, pues en todo caso el delito lo cometió el que robó y el derecho del libre mercado está por encima del derecho de quien fue objeto de un robo.
Comprar objetos robados está tipificado como delito y divulgar conversaciones privadas está prohibido, pero los ciudadanos no lo asumimos como tal, ni tampoco la autoridad que no persigue a quien compra robado ni a quien divulga conversaciones, y en la práctica ni al que vende ni al que graba.
En México está prohibido producir y distribuir droga, pero nadie puede impedirle a un ciudadano que consuma droga en su casa, como nadie me puede prohibir que si tengo una grabación de Mario Marín en mi casa pueda escucharla, sin importar cómo la obtuve. A diferencia de las drogas, en el caso de las escuchas todo mundo tiene claro que el delito es la grabación, pero nada se dice de la distribución. ¿Lo que hacemos los medios al divulgar escuchas no es equiparable a distribuir materia ilegal?
El dilema no es sencillo, por supuesto, pero el problema de fondo es que ni siquiera lo estamos debatiendo. Lo que debemos de tener claro es que el bien a custodiar no es el derecho de divulgación de los medios, sino el derecho a la información y a la libre expresión de los ciudadanos, y en ese mismo nivel, el derecho a la privacidad. Da igual si el grabado es un gobernador, un futbolista o el mismísimo diablo: en la violación de su derecho a la privacidad se pone en riesgo el nuestro.