Grandeza y miseria

23 enero 2009

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Arturo Santamaría Gómez.

En el año 1654, el filósofo Blas Pascal comenzó a reflexionar acerca de la grandeza y miseria del hombre. Si lo comparamos con el macrocosmos, decía, el hombre se convierte en un simple punto, en una nada. En cambio, si volvemos nuestra mirada hacia el microcosmos, ante esos seres minúsculos, el hombre se convierte en todo un universo.
Por eso eligió definir al hombre como una "caña pensante". Es decir, el ser humano es grande por su pensamiento, pero frágil por su endeble constitución.
Muchos siglos antes, en la Biblia, se expresó también esta dualidad contrastante de grandeza y miseria.
En el Salmo 8, al sostener un diálogo con Dios, el salmista le preguntaba: "¿Qué es el hombre para que te acuerdes de él? ¿El ser humano para darle poder? Lo hiciste poco inferior a los ángeles, lo coronaste de gloria y dignidad. Le diste el mando sobre las obras de sus manos. Todo lo pusiste bajo sus pies".
Sin embargo, en el capítulo 40 del libro del profeta Isaías hay otra expresión que nos habla de la fugacidad de la vida: "Todo hombre es como hierba, tan firme como una flor del campo. La hierba se seca y la flor se marchita".
Esta gran paradoja es la que podemos atisbar diariamente en las noticias que presenta Noroeste: el ser humano es grande, pero a la vez pequeño. No es omnipotente, pero tampoco impotente. No es ángel, pero tampoco debe convertirse en bestia.
Por desgracia, existen muchos hechos diarios que nos hablan de que el hombre se deja seducir por el poder, por el tener y por un erróneo sentido del ser que lo llevan a comportarse peor que una bestia y atentar contra sus hermanos.
El caso del matrimonio que fue asesinado en su casa, en Culiacán, delante del hijo de dos años es de una crueldad casi impensable. ¿Cómo puede ser posible que se someta a una criatura a una tortura semejante y se le condene a padecer un doloroso trauma, tal vez de por vida?
Lo peor de todo no es el homicidio en sí, que es uno más de una larga lista, sino la silente complacencia con la que lo aceptamos. No nos incomoda, no nos sorprende, no nos extraña, no nos asombra; en pocas palabras, nos hemos acostumbrado y profesamos una fatalidad y resignación desquiciantes.
Preguntarse por lo que es el hombre equivale a preguntarse quién soy yo; cuestionarme si estoy siendo el que quiero ser, el que debo ser, y si estoy haciendo también lo que debo hacer.
De nosotros depende ser grandes o mediocres. No podemos contentarnos con hacer derivar la palabra hombre de su acepción latina, humus, nacido de la tierra; sino también del término griego ánthropos, el que mira a lo alto; o, como decía Platón, el que examina lo que ha visto.
Y agregaríamos nosotros: El que hace todo lo que está a su alcance para evitar que sigan perpetrándose tantas injusticias e iniquidades que lastiman a nuestra sociedad.