La chinanpina
11 noviembre 2006
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Jesús González Schmal
Durante la más reciente presentación del programa televisivo Tercer Grado, el periodista Joaquín López Dóriga minimizó con cierta ironía el caso de los estallidos registrados la madrugada del lunes en diferentes puntos de la Ciudad de México.Con intención comparativa, el comentarista hizo alusión a la potencia de los artefactos explosivos que los terroristas usan en España o en Medio Oriente, y hasta mencionó lo de Oklahoma, de tan ingrata memoria.
"¡Aquellas sí son bombas!", observó López Dóriga antes de ceder a las personas de su entorno la respectiva interpretación de lo que había sucedido tres días antes en el Distrito Federal, y Víctor Trujillo, con su característica socarronería, aportó un denominativo adecuado a la observación de su compañero, y el cual colocó entre "minibombas" y "megapetardos".
Sin necesidad de pensarlo, cualquiera de las dos categorías explosivas sugeridas por Trujillo, resulta preferible, por cuanto a efecto dañino, a la presencia de las que López Dóriga conceptúa como verdaderas bombas, pues la sociedad más afortunada es aquella en cuyo ámbito no truenan ni "chinanpinas".
Las personas cuyos departamentos y mobiliario resintieron daños a consecuencia de la onda expansiva, seguramente no estén de acuerdo con la minimización de los estallidos, y se antoja un tanto insensata cualquier comparación desventajosa ante los saldos trágicos registrados en otros países asediados por el terrorismo.
Afortunados seremos mientras lo que suceda en México no llegue a terrorismo; mientras los "petarditos" sólo sean para llamar la atención, y mientras los grupos que reivindican esos hechos disten mucho de compararse con la ETA y con otras organizaciones de objetivos altamente letales.
Desde luego que la incidencia violenta del brazo armado del narcotráfico representa una causa de terror latente, a raíz de que los comandos gatilleros del hampa perdieron aquella precisión quirúrgica que antes caracterizaba a sus ejecuciones, y hoy consuman sus operativos sin el menor escrúpulo, en perjuicio de personas totalmente ajenas a cualquier ajuste de cuentas.
Mediante un código no escrito, el poder narco respetaba a sus enemigos declarados, tanto de las autoridades judiciales como del periodismo, siempre y cuando no mediara algún contubernio o convenio que hubiese sido traicionado. Ahora, por más honesta que sea una actitud, cualquier persona non grata ante el hampa está en riesgo de perder la vida.
En esta suerte de terrorismo virtual han venido a sumarse novedosos testimonios de la actividad del crimen organizado que ahora hace ostentación de una nueva factura con la decapitación de las víctimas, cuyas cabezas son arrojadas en sitios de reunión durante las horas de mayor afluencia.
Es claro que situaciones como éstas no se dan en una sociedad tranquila, y que persistencia tan nefasta despierta psicosis; sin embargo, con toda su problemática tan compleja, en nuestro país todavía se puede estar en un centro nocturno, un restaurante, en un café, y todavía se puede abordar el autobús o el metro, y se puede asistir a una escuela sin el riesgo de que la mano criminal del terrorismo haga estallar un artefacto explosivo de altísimo poder.
La familia todavía puede asistir a un teatro o a una sala de exhibición cinematográfica, sin el temor de que un carro bomba espere a la salida para confirmar la existencia de algún grupo terrorista.
Es cierto que la presencia del narcotráfico intensifica la intranquilidad y así se corrobora cotidianamente. El trepidante tableteo de las metralletas puede surgir en cualquier parte, en una plazuela, frente a un edificio público, en la calle de una colonia, en el primer cuadro de la ciudad o en un centro de reunión, lo cual configura un ominoso panorama para el ánimo citadino, y éstos casos patéticos de irracionalidad han enlutado hogares de personas ajenas a la motivación criminal, pero aún no caemos a ese nivel de lo absurdo en el que priva el terrorismo.
Aún los comentaristas más calificados no están exentos de error. En lo personal considero a López Dóriga como un periodista enérgico pero cuidadoso en sus juicios; sin embargo, esta impresión no se refleja en lo que dijo sobre los estallidos de la semana, no porque su comparación haya estado fuera de realidad, sino por las implicaciones de subestimar el poder destructivo de un artefacto, cuando lo deseable, siempre deseable, es que los atentados de ese tipo en México se reduzcan a flamazos de "chinanpina".