Lo más lamentable del pleito entre el Presidente de la República, Vicente Fox y el Jefe de Gobierno del Distrito Federal, Andrés Manuel López Obrador es que deja al descubierto las carencias de la cultura política de los mexicanos y, muy parti
31 agosto 2004
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Melissa Sánchez
Tan malo el pinto como el colorado Lo más lamentable del pleito entre el Presidente de la República, Vicente Fox y el Jefe de Gobierno del Distrito Federal, Andrés Manuel López Obrador es que deja al descubierto las carencias de la cultura política de los mexicanos y, muy particularmente, de los gobernantes. El triunfo electoral de políticos postulados por partidos políticos distintos al Partido Revolucionario Institucional hizo nacer la esperanza de un nuevo estilo de ejercer el poder: con estricto apego al Estado de derecho, alejado de las prácticas autoritarias y en un ejercicio de gobierno con y para la gente. Sin embargo, la actuación de ambos en estos momentos de conflicto deja en claro que los vicios y lastres del viejo sistema priista no son su monopolio, sino que se extienden a diversos actores de la clase política mexicana sin importar su militancia partidista. El encono con el que Fox persigue al Mandatario capitalino es exactamente igual al de Miguel de la Madrid en contra de los integrantes de la Corriente Democrática dentro del PRI; al de Carlos Salinas de Gortari en contra de los perredistas o cualquiera que osara diferir de sus puntos de vista; o al de Ernesto Zedillo en contra de Manuel Camacho. Simplemente por hacer referencia sólo a los ejemplos más recientes. El 1 de septiembre de 1988 al concluir el último informe presidencial de Miguel de la Madrid, cuando por primera vez hubo interpelaciones a un Presidente de la República, comentaba con Jesús Puente Leyva, entonces Embajador mexicano en Sudamérica, y Carlos Monsiváis las incidencias del evento y Puente Leyva refería que el enfrentamiento que había dado lugar al rompimiento del PRI tenía su origen en la época universitaria de De la Madrid y Muñoz Ledo, donde ambos disputaron el liderazgo estudiantil, explicaba cómo eran los encuentros y desencuentros de aquella etapa los que daban pie a las disputas actuales; sin pensarlo dos veces, Monsiváis señaló: pero el poderoso no tiene derecho a sentir rencor. La conversación la tengo muy fresca en la memoria porque efectivamente si el que está en la cúspide del poder lo ejerce bajo el influjo del rencor es obvio que atropellará los más elementales derechos de quien padezca su persecución. Y lamentablemente ese sentimiento ha sido el consejero de los últimos presidentes mexicanos, obviamente esto no se limita a los presidentes, es lo mismo para el ejercicio del poder en cualquiera de los ámbitos de gobierno, en muchos de sus actos. En el caso del actual Presidente su encono en contra del Jefe de Gobierno capitalino se esmera por hacerlo evidente en cada oportunidad que tiene: cuando le enseñan la foto de AMLO en su gira por el interior del país; al incitar a los diputados panistas a desaforarlo o al negarse a asistir a la inauguración del primer tramo del segundo piso del Periférico. Pero todos son incidentes menores frente a la influencia que tuvo en la decisión de la Procuraduría General de la República de solicitar su desafuero para poder ejercitar acción penal contra el Jefe de Gobierno. Y lo peor del caso es que los fundamentos legales son muy endebles. Ciertamente el 30 de agosto de 2001, Álvaro Tovilla León, Juez Noveno de Distrito en Materia Administrativa del Distrito Federal resolvió que el titular del Ejecutivo capitalino violó la suspensión definitiva otorgada al propietario de El Encino y en dicha ocasión también ordenó darle vista al Ministerio Público federal para proceder conforme a derecho y que dicha resolución fue ratificada por un Tribunal Colegiado. Pero también lo es que la Segunda Sala de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, resolvió el 24 de septiembre de 2003, que mediante un juicio innominado el mismo juzgado resuelva lo conducente en relación con la imposibilidad de dar cumplimiento a la ejecutoria a que se refieren las autoridades responsables, por afectación del interés social o derechos de terceros, mismo en el que todavía no existe sentencia. Además la Constitución se reformó en 2001 para que la Suprema Corte de Justicia de la Nación pueda decidir el cumplimiento sustituto, es decir la indemnización del daño al particular, de una sentencia de amparo en el caso de que exista la imposibilidad de cumplir con la resolución judicial y a principios de este año, la SCJN emitió tesis de jurisprudencia que indican cómo se debe proceder en esos casos; en un artículo publicado en la revista Proceso del 14 de junio del presente año, el Ministro Juventino V. Castro y Castro señala: En resumen, en la tesis a que hago referencia, el Pleno dispone que, como criterio que se seguirá en lo sucesivo, se sancionará con separación cuando la Corte observe estrictamente los siguientes pasos procedimentales: 1. Verificar si la autoridad obligada al cumplimiento insiste en la repetición del acto reclamado o trata de eludir la sentencia de amparo. 2. Analizar y ponderar si el incumplimiento es o no excusable. 3. Si el incumplimiento es inexcusable, la autoridad será inmediatamente separada del cargo y consignada ante el juez de Distrito que corresponda. 4. Si el incumplimiento fuere excusable, previa declaración de incumplimiento o repetición de los actos reclamados, requerirá a la autoridad responsable y le otorgará un plazo prudente para que ejecute la sentencia. 5. Si la autoridad no ejecuta la sentencia en el término concedido, será separada de su cargo y consignada judicialmente. Aunque el Ministro jubilado no se refiere explícitamente al caso de López Obrador, con lo señalado es evidente que es la Corte, no un juez de Distrito como sucedió en este caso, quien puede decidir sobre el incumplimiento de la sentencia; y, segundo, conforme a la resolución de la Sala Segunda de la propia Corte, primero el juez tendrá que hacerse de todos los elementos de juicio para valorar dicha posibilidad de cumplimiento o no de la sentencia por parte de la autoridad capitalina. Por lo tanto, la PGR se adelantó al solicitar el desafuero. Pero si es reprobable la actuación de la autoridad federal, también lo es el comportamiento del Jefe de Gobierno, quien este domingo en su más reciente acto de defensa para no ser desaforado, recurre a las viejas prácticas del sistema autoritario: la cooperación obligatoria por parte de los empleados del Gobierno del Distrito Federal, para sufragar los gastos inherentes a la marcha; la movilización inducida de todos los beneficiarios de los programas sociales de su Gobierno o de aquellos que son tolerados, taxistas piratas, ambulantes, etcétera, para poder seguir laborando pese a no contar con los permisos correspondientes; y, finalmente, una arenga en la que proclama su inocencia y presenta un programa de gobierno alternativo, que es simplemente un listado de 20 buenas intenciones, que nadie puede rechazar, pero que tampoco nadie sabe cómo hacerlo realidad. Martha Harnecker, escritora y periodista chilena, señalaba en una ponencia presentada en Venezuela en abril de 2003: Pero, ¿en qué se diferencian los gobiernos de participación popular de los gobiernos autoritarios y elitistas de derecha, que hasta ahora han sido y siguen siendo inmensamente mayoritarios en nuestro subcontinente, y de los gobiernos populistas de derecha o de izquierda? Y se respondía: Los gobiernos autoritarios de derecha ganan las elecciones apoyados, muchas veces, por los sectores más pobres de la población que por su atraso cultural son más fácilmente manipulables por la propaganda electoral; usan el poder que les confiere el acceso a las alcaldías para beneficiar, con un estilo autoritario, verticalista, a los sectores sociales de mayor poder adquisitivo, y buscan, generalmente, perdurar en la memoria de la ciudad con grandes obras urbanísticas que marquen su historia. En este sentido, existe una diferencia nítida con los gobiernos de participación popular. Continuaba: Los gobiernos populistas del más diverso matiz se caracterizan, a diferencia de los autoritarios, por poner en práctica políticas de beneficio popular, y en esto tienen semejanzas con los gobiernos de participación popular, pero hay algo que los separa en forma abismal: ellos gobiernan para el pueblo, pero no gobiernan con el pueblo y, por eso, su estilo de administración es similar a los gobiernos autoritarios de derecha. Las grandes obras urbanísticas son reemplazadas por obras sociales: vasos de leche para suplir el déficit alimentario, policlínicas, escuelas; obras que son ejecutadas y administradas por personal de la Alcaldía y que el pueblo recibe pasivamente como una dádiva; obras que suelen tener un carácter meramente clientelista dirigido a ganar el apoyo electoral de los ciudadanos. Y al leer estas palabras cuantas acciones de ambos gobiernos vienen a la mente, lo único que no aparece por ningún lado es el pueblo participando en el Gobierno. Mientras Fox y López Obrador muestran sus miserias, el priismo se reposiciona sin cambiar un ápice sus prácticas o alianzas, el mejor ejemplo es Tijuana, ni superar sus pleitos internos.