Parado ante las 300 personas más influyentes del país, las palabras del Presidente fueron duras pero certeras; su diagnóstico es doloroso pero correcto

01 octubre 2007

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SAÚL VALDEZ / MARIANA LEY

Felipe unplugged. Franco, directo, honesto, lacerante. Parado ante las 300 personas más influyentes del país según la revista Líderes mexicanos, confrontándolas. Parado ante los miembros más prominentes de la élite, regañándolos.
Porque son minorías que no entienden la necesidad de hacerse corresponsables de su tiempo. Porque actúan como supervivientes y no como protagonistas de la historia nacional. Porque corren el riesgo de convertirse en una generación perdida, acallada, hundida; opuesta a la modernidad y reacia a ceder para inaugurarla.
Las palabras del Presidente son duras pero certeras; su diagnóstico es doloroso pero correcto. El llamado de atención que Felipe Calderón le hace a quienes bloquean el cambio es bienvenido. Ahora falta que lo atienda él mismo.
No cabe duda que tenía y tiene motivos para estar molesto con quienes lo ayudaron a llegar al poder. Allí estaban sus aliados convertidos en adversarios. Allí estaban quienes le habían tendido la mano, ahora empeñados en meterle el pie.
Entre los empresarios y los líderes de opinión y los intelectuales presentes la semana pasada, se encontraban aquellos que intentaron parar tanto la reforma fiscal como la reforma electoral. Quienes lo habían propulsado a Los Pinos pero querían que gobernara a modo desde allí.
Quienes se aprestaron a sabotear reformas que, desde la perspectiva del Presidente, son imprescindibles para recaudar y gobernar. Para darle más recursos al Estado y para fortalecer su legitimidad. Para otorgarle mayor margen de maniobra al Poder Ejecutivo y reconstruir el consenso dentro del Poder Legislativo. Para invertir más en el país y contribuir a su despolarización.
Al hablar hace unos días, Calderón seguramente recuerda la forma en la cual fue presionado para avalar la "Ley Televisa". Recuerda, cómo le confesó a Carmen Aristegui en el libro Uno de dos, que de no haberla apoyado hubiera perdido la Presidencia.
Frase tras frase, reprocha a los que han acorralado al país y han intentado acorralar a su Presidencia. Las televisoras chantajistas y los empresarios evasores y los miembros de la CIRT esperándolo en el hangar presidencial y los intelectuales más comprometidos con el statu quo que con el imperativo de cambiarlo.
Calderón critica a la "minoría selecta" que ha construido su fortuna sobre el dolor de millones de mexicanos. Fustiga a quienes han gozado de muchas oportunidades y han hecho poco por el país con ellas.
Les recuerda que "afuera hay un México esperando a ver a qué horas hay una fuerza nacional capaz de entenderse". Se sabe empoderado porque él acaba de hacerlo con el PRI y el PRD. Su discurso se vuelve una manera de construir un ámbito de autonomía. Una forma de buscarla.
Y lo hace, quizás, porque finalmente entiende que el verdadero peligro para México no es Andrés Manuel López Obrador sino las condiciones que lo produjeron. Ese país doblado por el dolor y quebrado por la injusticia.
Ese país de privilegios, poblado por quienes no están dispuestos a cederlos. O compartirlos. O democratizarlos. O reconocer que tiene una deuda con su tiempo y con su generación. O convertirse en verdaderos líderes en lugar de asumir que lo son. O bajarse del pedestal de imbéciles para formar parte del coro democrático. O ceder parte de lo que se han apropiado durante demasiado tiempo.
Al hablar como lo hizo, Calderón revela mucho de sí mismo y de aquello que lo mueve. Revela a un hombre influenciado por Carlos Castillo Peraza y las vertientes cristiano-demócratas del PAN. Una persona que entiende a la política como "el ejercicio y vigilancia del poder pero subordinado a la realización del Bien Común", como lo escribió en El Hijo Desobediente.
Allí se define a sí mismo como alguien marcado por "un cuarto de siglo de lucha en la oposición, de franca rebeldía contra un gobierno autoritario y antidemocrático". Allí habla de su "liderazgo adaptativo" y, con el discurso de la semana pasada, ha dado muestra de que puede asumirlo.
Pero para ser un Presidente verdaderamente transformador y no sólo parecerlo, Felipe Calderón tendrá que mostrar la congruencia que le exige a otros. Tendrá que apostarle un poco más a trascender y un poco menos a posponer.
Tendrá que ser el fugitivo de Eliot que toma la dirección contraria al camino de las élites. Tendrá que cambiar a México de la misma manera en la cual exige que otros lo hagan: rebasando los límites de la continuidad conservadora, empujando las fronteras de la prudencia predecible. Demostrando la audacia que a veces le ha faltado y el país necesita.
Audacia para comprender que el consenso político es una condición necesaria pero no suficiente. Y que su Presidencia con frecuencia tendrá que romper alianzas y no sólo forjarlas. Desvincularse de los intereses que han mantenido a México maniatado y no nada más satanizarlos con un discurso.
Emprender reformas como lo acaba de hacer en el ámbito político con aún más vigor en el ámbito económico. Porque el gobierno y sus aliados también han contribuido a la mediocridad que tanto criticó la semana pasada.
Porque parte de la parálisis que le preocupa a Calderón es producto de lo que hace, o deja de hacer, el Presidente. En sus manos están las decisiones que pueden retirar los obstáculos que inhiben el crecimiento económico o asegurar su permanencia.
En sus manos están las acciones que pueden fomentar el buen funcionamiento de los mercados o perpetuar su monopolización. En sus manos están las medidas que pueden enfrentar intereses que encajonan al Ejecutivo o seguir conviviendo con ellos. La responsabilidad de cambiar la historia también es suya.
Los presidentes también han pertenecido a esa élite perdida, hundida, callada, atorada en la inercia. Los presidentes también han caído en la tentación humana de sentarse en la orilla del camino y salvar el pellejo.
Por eso, ahora que convoca a arriesgar, Felipe Calderón debe estar dispuesto a hacerlo. Ahora que invita a ser lo que dice que es, un líder capaz de creer que México puede ser distinto, será necesario demostrarlo. No sólo con discursos, sino con decisiones. No sólo con palabras, sino con hechos. Para que pueda presumir de político desobediente y serlo.