Si en México hay narcopolicías, narcomilitares, narcojueces y narcopolíticos, entonces, al menos en parte hay un narcoestado. No se sabe donde empieza la ilegalidad y cuando termina en legitimidad; o donde empieza la ilegitimidad y cuando la ocu
22 noviembre 2008
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Noroeste / Pedro Guevara
Aristóteles, el sabio ateniense que a más de 2 mil años de distancia nos sigue enseñando a pensar y a interpretar a las sociedades, cuando hablaba de las formas de gobierno, que en la actualidad solemos llamarlas sistemas políticos, decía que también había formas mixtas de gobierno. Aquí es necesario advertir que el filósofo griego entendía por formas de gobierno lo que desde Maquiavelo se empezó a entender como formas de Estado.Esta conceptuación del estagirita nos da herramientas para intentar una explicación de una forma de gobierno en el que el crimen organizado ejerce gran parte del poder dentro de aquel.
Otro gran pensador, sin ser considerado un genio como el primero, pero que brindó una interpretación del Estado y la política muy sugerentes fue Antonio Gramsci. Este intelectual italiano de la primera mitad del Siglo 20, ha contribuido al entendimiento del funcionamiento del Estado cuando habla del papel que juegan la coerción y el consenso.
Si nos apoyamos en ambos, podemos ensayar una interpretación del poder político que ha alcanzado el crimen organizado en México.
Es de una gran singularidad, solo semejante a lo que ha experimentado Colombia como Estado Nación, y el sur de Italia, como parte de otro Estado Nacional, que en México el crimen organizado se haya apoderado de grandes parcelas del Estado, sobre todo donde se puede ejercer la violencia legítima; léase: el Poder Judicial y diferentes cuerpos policiales, e incluso de círculos dentro de las Fuerzas Armadas, al mismo tiempo que organiza y posee sus propios cuerpos represivos.
De manera semejante a como se desenvuelve un Estado, el crimen organizado no tan solo utiliza la fuerza o coerción, sino también al consenso o convencimiento ideológico/cultural para lograr la aceptación de los gobernados.
Es cierto que jamás habíamos presenciado en México el enorme poder de fuego y el uso de la violencia a los que ha recurrido el crimen organizado en los dos últimos años, periodo en el que le declaró la guerra el Jefe del Estado Mexicano, pero es sabido, por lo menos en Sinaloa, Baja California, Chihuahua y otros dos o tres estados, que los grupos fuera de la ley gozaban desde hace varias décadas de un gran poder para ejercer la coerción.
De manera simultánea a la construcción de sus propios aparatos represivos, el crimen organizado, de mano propia o indirecta, fue creando una aceptación cultural e ideológica a su alrededor. Es verdaderamente asombroso como el crimen organizado forjó un amplio consenso entre amplios grupos humanos sin excluir a ninguna clase social.
Ya sea a través de la música, la tradición oral, las imágenes del éxito, el poderío económico, las imágenes religiosas no institucionales, la publicidad subliminal, la arquitectura, una estética propia y la prepotencia de la conducta social, así como también a través de sus dádivas e inversiones con apariencia de beneficio social, los capos y sus empleados, incluyendo a los "puchadores", sicarios, y amigos y familiares de esta gama social lograron presentarse como arquetipos a imitar, respetar y seguir; en suma, lograron ser una alternativa válida de proyecto de vida y movilidad social para decenas de miles de personas en Sinaloa y otras regiones del país.
Como todo gran poder, entonces, el crimen organizado para llegar a serlo necesitó tanto de la coerción como del consenso.
El consenso se adquiere o construye por fuera del Estado, aunque frecuentemente con su anuencia a través de las esferas donde se forja la cultura. Los compositores, cantantes, grupos musicales, diseñadores, arquitectos, los narradores de hazañas reales o inventadas de los capos, los propagadores de los mitos y mitotes, la tradición y la costumbre edifican el consenso.
El crimen organizado ejerce la coerción por dentro y por fuera del Estado. Con las fuerzas represivas oficiales ganadas a su servicio y las que emplean por fuera del gobierno.
Lo confuso y singular de la coerción que ejerce el crimen organizado es que hace desaparecer las fronteras entre lo legal y lo ilegal cuando mezcla o fusiona a los cuerpos policiales con los grupos de sicarios, donde los primeros se convierten con frecuencia en los segundos. Al atraer bajo su dominio a los cuerpos de policía el crimen organizado los deslegitima e ilegaliza ante la ciudadanía. De esta manera, el crimen organizado penetra o se hace de una parte del Estado y deja desvalida a la sociedad que se queda sin protección.
Cuando en México observamos un Estado penetrado por el crimen organizado, incluso en los tres poderes y no tan solo en el Judicial, entonces estamos ante una especie de Estado o Gobierno Mixto, o quizá híbrido, como el que nos hablaba Aristóteles.
Es decir, el Estado mexicano es una especie de ajolote, un anfibio exclusivo de México que no es ni sapo ni pez. El Estado mexicano que debería utilizar el monopolio legítimo de la violencia para combatir la ilegalidad es utilizado por el crimen organizado, al menos en parte, para castigar y reprimir a quienes se enfrentan al crimen organizado o para proteger a un sector de este contra otro.
Gracias a la acción ciudadana y menos, muchos menos a los partidos políticos se han logrado democratizar algunas parcelas o aspectos del Estado mexicano. Pero otros espacios del Estado han sido ganados por el crimen organizado para someter y castigar a la población civil. Mientras haya espacios hegemonizados por el crimen organizado que deberían ser monopolio legítimo del Estado jamás se podrá hablar de que en México hay un sistema político democrático.
Mientras el crimen organizado pueda atacar, castigar, reprimir y eliminar a individuos, empresas, funcionarios o sociedad civil, como lo hizo con El Debate, y lo ha hecho en miles de actos, seguiremos teniendo un Estado Ajolote.
Si los medios de comunicación cumplen con su funcionar de informar y analizar, y por ese simple hecho, propio de una sociedad que se quiere democrática, los ataca un poder de facto sin que el Estado pueda hacer nada, estamos un Estado inválido, o al menos indefinido.
En México no presenciamos una guerra entre el Estado y el crimen organizado. En realidad lo que padecemos es una guerra del crimen organizado y sectores del Estado contra otros sectores del Estado y una ciudadanía indefensa.
La realidad mexicana supera el surrealismo y confunde a la tradición analítica occidental. Nuestras formas de pensamiento, construcción de instituciones y formas de organización rompen todos los esquemas de la ciencia occidental.
Si en México hay narcopolicías, narcomilitares, narcojueces y narcopolíticos, entonces, al menos en parte hay un narcoestado. No se sabe donde empieza la ilegalidad y cuando termina en legitimidad; o donde empieza la ilegitimidad y cuando la oculta la legalidad. Este es el Estado Ajolote. Una forma de Estado que Aristóteles jamás podía imaginar. El filósofo no conocía una sociedad que rompe con todos los esquemas de pensamiento y análisis. Una sociedad que trastoca y confunde a la racionalidad.