Vivimos en el mejor de los mundos posibles. La realidad es el deseo. La materialidad es precaria y aparente.

31 agosto 2004

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Gestionan

Vivimos en el mejor de los mundos posibles. La realidad es el deseo. La materialidad es precaria y aparente. Quienes sólo ven el lado negativo de la realidad son ciegos o malvados. Son Judas que dan una versión distinta de la realidad, traicionándola. Se atreven a decir que no todo está bien en el país de Cocaña inventado por el emperador. Pero el emperador está convencido de que sus deseos ya son realidad. El emperador vive en un mundo de fantasía perfectamente protegido por una impenetrable barrera de pinos. Su corte le dice todo el santo día que su Gobierno es un éxito, que las cosas marchan de maravilla, que quienes lo critican son gente mala, envidiosa, añorante del pasado autoritario. El emperador se resiente de las críticas adversas. Él es tolerante, democrático, bien intencionado. No entiende por qué sus críticos no ven estas virtudes. Piensa que los críticos son adversarios, no del emperador, sino de la libertad que él trajo al reino. Si los enemigos actúan en contra del emperador, actúan en contra del reino. Entonces todo se vale para contraatacarlos. Campañas de descrédito. Emplazamientos judiciales. Manipulación de la información. Pero, un momento, ¿No actuaba así el antiguo régimen autoritario que el emperador democrático derrotó hace 4 años? Franz Kafka, cuya muerte fue sólo una ficción, se vino a vivir a México y reside aquí, disfrazado de cucaracha. Ello le permite observar sin ser observado. Le basta cantar cuando alguien se le acerca con insecticidas, aquello de se murió la cucaracha, ya la llevan a enterrar. Y en México nadie mata a quien ya se dio por muerto. Tal es la paradoja kafkiana del emperador. Es simpático. Cae bien. Pero para ser visto con simpatía, necesita estar en campaña permanente. Su atractivo es su presencia. Su salud, el baño de multitudes. Pero cuando regresa al Castillo le espera un cúmulo de problemas, algunos nuevos, otros aplazados, algunos heredados, otros de su propia hechura. ¿Por dónde empezar? Qué lata: abandonar el aplauso de la plaza y caer en la soledad del gabinete. El gabinete. Hay que escoger bien. Hay que coordinar mejor. El emperador no sabe cómo. ¿Para qué coordinar, si todo marcha tan bien? ¿No es mejor, prueba de democracia, dejar que los funcionarios del reino gocen de iniciativa propia, jalen cada uno por su lado, se metan zancadillas o se dediquen a preparar sus propias campañas sucesorias? ¿Cómo? ¿Que antes no era así? ¿Que los emperadores de las Siete Décadas Anteriores presidían con mano fuerte sus reuniones de gabinete, que sus órdenes eran obedecidas, que el gabinete era ordenado por el emperador? ¡Ah!, eso era antes, antes del imperio democrático de hoy. Ahora, hay que permitir que los ministros del reino tomen iniciativas propias. Al cabo, el emperador se basta a sí mismo y cuando requiere consejo, tiene el de la pequeña corte de allegados que le rodean detrás de la impenetrable barrera de los pinos. El emperador y su corte no leen. Se ufanan de ello. Poseen ciencia infusa. ¿Para qué leer a Kafka? ¿Para enterarse de que el emperador está desnudo y no lo sabe porque los ciudadanos, en un acto de esperanza y costumbre ancestrales y colegiadas, visten al emperador, le dan las atribuciones del poder, le cuelgan bandas, medallas, lo coronan de laureles? ¿Hay un engaño mutuo? ¿La gente quiere ver vestido al emperador? ¿El emperador se cree vestido porque así lo cree la gente? ¿Cuánto tardará la ciudadanía en desnudar al emperador? ¿Cuándo se dará éste cuenta de que ya anda desnudo? En 1759, Voltaire publicó una obra breve, perfecta y eterna: Cándido o el optimismo. La escribió para criticar el excesivo optimismo de la Europa iluminista y de filósofos como Leibniz. El profesor Pangloss se encarga de pronunciar, una y otra vez, las palabras de un engañado optimismo: Vivimos en el mejor de los mundos posibles. A fin de ilustrar la ilusión, Voltaire lanza a su personaje, Cándido, a unas serie de desastres. Cándido es sometido a la leva, a un terremoto en Lisboa seguido de actos de robo e incendio, asesinato e inquisición intolerante. Viaja a El Dorado (Paraguay) y no soporta la utopía. Regresa a una Europa de violencia, decadencia y desilusión. Su joven, amada y bella Cunegunda ya no es la que antes era. Cándido renuncia al optimismo y se dedica a cultivar su propio jardín. Es decir, regresa al rancho. Detrás de sus aventuras están las desventuras europeas que la ironía de Voltaire quiso, por contraste, subrayar. La devastación provocada por la Guerra de Siete Años. Francia arruinada. Alemania ensangrentada. La intolerancia inquisitorial en España e Italia. Y para colmo, el terremoto de Lisboa, con un costo de miles de vidas. Ante el pesimismo provocado por los desastres naturales, económicos y políticos, Voltaire se pregunta, ¿la felicidad es absurda? ¿Estamos condenados a repetir una y otra vez los mismos errores, como si el pasado no nos enseñara nada? ¿Es el ser humano frágil, débil y víctima de la fatalidad? ¿O posee la capacidad de aprender, de enmendar, de no confundir la ilusión y la realidad, de animar la esperanza a través del informe cándido, realista, no autocongratulatorio, de la verdad? ¿O seguirá capturado el emperador en su castillo, adulado por sus cortesanos, ciego a las ambiciones e intrigas que lo rodean y descarrilan, creyéndose vestido de gala mientras el público, cada vez más, se da cuenta de su desnudez? ¿Puede el emperador, con un discurso valiente, autocrítico, político, abierto al compromiso y ceñido a la verdad, vestirse de nuevo ante la mirada impaciente de los escribas del reino, la mirada desilusionada de la mayoría popular, la mirada paciente pero inquieta de la caballería del Imperio, la mirada escéptica del ágora política? El 1 de septiembre lo sabremos. Con la ayuda de Voltaire... y Kafka mediante.