El Centinela
03 noviembre 2025

Concluyó octubre y tras más de 400 días de una violencia sostenida, los estragos de la guerra son ya profundos y dolorosos para todos los que vivimos en este estado.

El impacto de la disputa entre las facciones Guzmán y Zambada en Sinaloa se mide en miles: muertos, desaparecidos, desplazados.

A esas violencias directas contra la integridad y la libertad de las personas se agregan otras tantas sobre su patrimonio: el robo de vehículo que sigue incontenible, la vandalización de propiedades hasta con explosivos, la crisis económica que impacta en ventas y empleos, etc.

Sí, la guerra es entre delincuentes pero ya todos aprendimos que no sólo se “matan entre ellos”, sino que en medio quedan los ciudadanos que pagan todos los días las consecuencias de la violencia y el miedo que los señores de la guerra despliegan sin que hasta ahora el Gobierno pueda detenerlos.

Esta guerra es tan grave que, a dos meses de cerrar el año, ya superamos todos los delitos de alto impacto del año pasado; también lideramos la mayor pérdida de empleos del País (según datos de México Cómo vamos), y el segundo trimestre de 2025 fuimos uno de los estados con mayor retroceso económico en el ITAEE.

Es cierto que hay una gran presencia federal para pacificar Sinaloa, pero los índices de criminalidad siguen estando en niveles prácticamente iguales desde septiembre del año pasado, lo que muestra que la estrategia implementada hasta ahora no ha sido suficiente o todavía no madura como para volver a la normalidad que antes teníamos y que era más fruto de un pacto mafioso que de la gobernabilidad surgida del actuar de nuestras autoridades.

Los estragos de la guerra son innegables y se profundizarán con cada día que ésta siga activa, por más que se trabaje en la narrativa oficial y se insista en que el problema se atiende todos los días con reuniones y coordinación. La realidad está ahí y se impone como una camisa de fuerza que nos sofoca.

Y ese cada día no son sólo estadísticas de víctimas o números fríos, sino personas de carne y hueso que pierden la vida, el patrimonio o el lugar en donde siempre han vivido porque las autoridades no pueden ofrecerles la garantía más mínima de seguridad.

Por eso, antes que disputar lo obvio u obviar lo evidente, lo primero que uno esperaría es que nuestros gobernantes asumieran el problema en su verdadera magnitud, conscientes de que sus nombres y apellidos quedarán registrados en el imaginario público como miembros de la clase política que estuvo “a cargo” de Sinaloa en su año más violento de la historia. Ese será su legado.

En Culiacán, la violencia no sólo expulsa a las personas de sus comunidades sino que también las empuja hacia los márgenes más duros de la sobrevivencia.

La escena que describe la Comisión Estatal de los Derechos Humanos, familias desplazadas por la inseguridad trabajando entre desechos en el basurón de Culiacán, es una síntesis dolorosa del abandono institucional que se ha vuelto costumbre.

No se trata de un fenómeno nuevo. Desde hace años, los desplazamientos forzados internos en el estado son un tema conocido, documentado y discutido, pero nunca atendido de manera integral.

Hoy, que esas familias terminen viviendo y trabajando entre los residuos de una ciudad que sigue creciendo, es una muestra clara de que la emergencia humanitaria se mantiene invisible para quienes deberían responder.

El basurón se ha convertido en un refugio para quienes lo perdieron todo por la inseguridad.

Pero más allá del hambre o la pobreza, hay otro factor que agrava la tragedia y es el miedo que los sigue alcanzando aún después del exilio. La persecución que menciona la CEDH revela que ni siquiera el desplazamiento garantiza la salvación.

El Estado ha normalizado esta forma de sobrevivir entre los escombros. No hay un programa real de atención ni de reintegración; sólo paliativos y censos que no cambian la vida de nadie.

La pregunta no es cuántos viven ahí, sino por qué seguimos aceptando que su destino sea buscar entre la basura lo que el gobierno y la sociedad les negaron: un lugar donde empezar de nuevo.

Hay quienes creen que el poder se demuestra con pompa: sillas doradas, cortinas azul imperial y un aire de nobleza improvisada. Richard Millán, Alcalde de Elota, parece ser uno de ellos.

Su despacho parece más un set de telenovela que una oficina pública, y su último acto de performance política fue disfrazarse de “árabe” en Halloween, como si la identidad cultural de millones de personas fuera un accesorio exótico más que un tema de respeto.

No es la primera vez que el Presidente Municipal de Elota se viste de algo que no es. Ya antes se enfundó el traje de “funcionario internacional” cuando viajó a Francia a una convención de alcaldes donde cualquiera puede asistir si paga su entrada, no precisamente por ser un referente de gestión o transparencia.

El problema no es el viaje en sí que, por cierto, se cubrió con dinero público, sino la superficialidad con la que el poder se convierte en espectáculo.

El disfraz del “árabe” no es un detalle menor ni una anécdota graciosa: es una muestra de ignorancia y de cómo el poder, cuando se vive desde el ego, termina desconectado de toda sensibilidad social.

Millán puede argumentar que fue una broma o un gesto sin mala intención, pero lo cierto es que en 2025, cuando la discusión pública sobre la representación y la diversidad está más viva que nunca, una figura de autoridad no puede darse el lujo de banalizar culturas ajenas.

Uno esperaría que su paseo por Europa le hubiera dejado algo más que fotos y recuerdos caros: tal vez una pizca de noción sobre respeto cultural, o al menos un poco de sentido común político. Pero no.

Lo que tenemos es a un Alcalde que sigue disfrazando el poder de capricho personal, que confunde la investidura con un vestuario y el servicio público con un escenario.

Mientras tanto, los ciudadanos de Elota, que sí pagan los gastos y los lujos de su Presidente Municipal, siguen esperando algo más que espectáculos: gestión, humildad y un poco de coherencia. Pero parece que, en este gobierno, eso sí que no se vende en la tienda de disfraces.

Por cierto, la ya de por sí delicada situación de violencia en el País vino a complicarse más este fin de semana con el asesinato del Alcalde de Uruapan, Michoacán, Carlos Manzo.

Esto, además del ser el séptimo edil asesinado en ese estado en lo que va de la administración del Gobernador morenista Alfredo Ramírez Bedoya, va más allá al ser Manzo un Presidente Municipal que se había convertido en todo un personaje de la lucha contra el crimen organizado.

Amén de que se le criticaba su política agresiva contra los criminales y hasta se le comparaba con Nayib Bukele, el Presidente de El Salvador, pero por su falta de respeto a los derechos humanos, los cierto es que Manzo se encaminaba a ser o ya era un símbolo de esos que poco se ven en México.

Era quizá el único Alcalde que le entraba con todo al combate al crimen y no se andaba por las ramas en sus entrevistas y en sus redes sociales.

El crimen, en plena plaza de Uruapan y en medio de sus ciudadanos en un festejo público, habla de la grave situación que enfrenta esa región y gran parte del País.

Ya obligó ayer a reunión del Gabinete de Seguridad nacional y habrá que estar muy pendientes a ver cómo se trata hoy el tema en la conferencia mañanera de la Presidenta Claudia Sheinbaum.

Concluyó octubre y tras más de 400 días de una violencia sostenida, los estragos de la guerra son ya profundos y dolorosos para todos los que vivimos en este estado.

El impacto de la disputa entre las facciones Guzmán y Zambada en Sinaloa se mide en miles: muertos, desaparecidos, desplazados.

A esas violencias directas contra la integridad y la libertad de las personas se agregan otras tantas sobre su patrimonio: el robo de vehículo que sigue incontenible, la vandalización de propiedades hasta con explosivos, la crisis económica que impacta en ventas y empleos, etc.

Sí, la guerra es entre delincuentes pero ya todos aprendimos que no sólo se “matan entre ellos”, sino que en medio quedan los ciudadanos que pagan todos los días las consecuencias de la violencia y el miedo que los señores de la guerra despliegan sin que hasta ahora el Gobierno pueda detenerlos.

Esta guerra es tan grave que, a dos meses de cerrar el año, ya superamos todos los delitos de alto impacto del año pasado; también lideramos la mayor pérdida de empleos del País (según datos de México Cómo vamos), y el segundo trimestre de 2025 fuimos uno de los estados con mayor retroceso económico en el ITAEE.

Es cierto que hay una gran presencia federal para pacificar Sinaloa, pero los índices de criminalidad siguen estando en niveles prácticamente iguales desde septiembre del año pasado, lo que muestra que la estrategia implementada hasta ahora no ha sido suficiente o todavía no madura como para volver a la normalidad que antes teníamos y que era más fruto de un pacto mafioso que de la gobernabilidad surgida del actuar de nuestras autoridades.

Los estragos de la guerra son innegables y se profundizarán con cada día que ésta siga activa, por más que se trabaje en la narrativa oficial y se insista en que el problema se atiende todos los días con reuniones y coordinación. La realidad está ahí y se impone como una camisa de fuerza que nos sofoca.

Y ese cada día no son sólo estadísticas de víctimas o números fríos, sino personas de carne y hueso que pierden la vida, el patrimonio o el lugar en donde siempre han vivido porque las autoridades no pueden ofrecerles la garantía más mínima de seguridad.

Por eso, antes que disputar lo obvio u obviar lo evidente, lo primero que uno esperaría es que nuestros gobernantes asumieran el problema en su verdadera magnitud, conscientes de que sus nombres y apellidos quedarán registrados en el imaginario público como miembros de la clase política que estuvo “a cargo” de Sinaloa en su año más violento de la historia. Ese será su legado.

En Culiacán, la violencia no sólo expulsa a las personas de sus comunidades sino que también las empuja hacia los márgenes más duros de la sobrevivencia.

La escena que describe la Comisión Estatal de los Derechos Humanos, familias desplazadas por la inseguridad trabajando entre desechos en el basurón de Culiacán, es una síntesis dolorosa del abandono institucional que se ha vuelto costumbre.

No se trata de un fenómeno nuevo. Desde hace años, los desplazamientos forzados internos en el estado son un tema conocido, documentado y discutido, pero nunca atendido de manera integral.

Hoy, que esas familias terminen viviendo y trabajando entre los residuos de una ciudad que sigue creciendo, es una muestra clara de que la emergencia humanitaria se mantiene invisible para quienes deberían responder.

El basurón se ha convertido en un refugio para quienes lo perdieron todo por la inseguridad.

Pero más allá del hambre o la pobreza, hay otro factor que agrava la tragedia y es el miedo que los sigue alcanzando aún después del exilio. La persecución que menciona la CEDH revela que ni siquiera el desplazamiento garantiza la salvación.

El Estado ha normalizado esta forma de sobrevivir entre los escombros. No hay un programa real de atención ni de reintegración; sólo paliativos y censos que no cambian la vida de nadie.

La pregunta no es cuántos viven ahí, sino por qué seguimos aceptando que su destino sea buscar entre la basura lo que el gobierno y la sociedad les negaron: un lugar donde empezar de nuevo.

Hay quienes creen que el poder se demuestra con pompa: sillas doradas, cortinas azul imperial y un aire de nobleza improvisada. Richard Millán, Alcalde de Elota, parece ser uno de ellos.

Su despacho parece más un set de telenovela que una oficina pública, y su último acto de performance política fue disfrazarse de “árabe” en Halloween, como si la identidad cultural de millones de personas fuera un accesorio exótico más que un tema de respeto.

No es la primera vez que el Presidente Municipal de Elota se viste de algo que no es. Ya antes se enfundó el traje de “funcionario internacional” cuando viajó a Francia a una convención de alcaldes donde cualquiera puede asistir si paga su entrada, no precisamente por ser un referente de gestión o transparencia.

El problema no es el viaje en sí que, por cierto, se cubrió con dinero público, sino la superficialidad con la que el poder se convierte en espectáculo.

El disfraz del “árabe” no es un detalle menor ni una anécdota graciosa: es una muestra de ignorancia y de cómo el poder, cuando se vive desde el ego, termina desconectado de toda sensibilidad social.

Millán puede argumentar que fue una broma o un gesto sin mala intención, pero lo cierto es que en 2025, cuando la discusión pública sobre la representación y la diversidad está más viva que nunca, una figura de autoridad no puede darse el lujo de banalizar culturas ajenas.

Uno esperaría que su paseo por Europa le hubiera dejado algo más que fotos y recuerdos caros: tal vez una pizca de noción sobre respeto cultural, o al menos un poco de sentido común político. Pero no.

Lo que tenemos es a un Alcalde que sigue disfrazando el poder de capricho personal, que confunde la investidura con un vestuario y el servicio público con un escenario.

Mientras tanto, los ciudadanos de Elota, que sí pagan los gastos y los lujos de su Presidente Municipal, siguen esperando algo más que espectáculos: gestión, humildad y un poco de coherencia. Pero parece que, en este gobierno, eso sí que no se vende en la tienda de disfraces.

Por cierto, la ya de por sí delicada situación de violencia en el País vino a complicarse más este fin de semana con el asesinato del Alcalde de Uruapan, Michoacán, Carlos Manzo.

Esto, además del ser el séptimo edil asesinado en ese estado en lo que va de la administración del Gobernador morenista Alfredo Ramírez Bedoya, va más allá al ser Manzo un Presidente Municipal que se había convertido en todo un personaje de la lucha contra el crimen organizado.

Amén de que se le criticaba su política agresiva contra los criminales y hasta se le comparaba con Nayib Bukele, el Presidente de El Salvador, pero por su falta de respeto a los derechos humanos, los cierto es que Manzo se encaminaba a ser o ya era un símbolo de esos que poco se ven en México.

Era quizá el único Alcalde que le entraba con todo al combate al crimen y no se andaba por las ramas en sus entrevistas y en sus redes sociales.

El crimen, en plena plaza de Uruapan y en medio de sus ciudadanos en un festejo público, habla de la grave situación que enfrenta esa región y gran parte del País.

Ya obligó ayer a reunión del Gabinete de Seguridad nacional y habrá que estar muy pendientes a ver cómo se trata hoy el tema en la conferencia mañanera de la Presidenta Claudia Sheinbaum.