Hay que afrontar la muerte con resolución, aunque no comprendamos fielmente su razón de ser, aunque nunca lleguemos a saber si se trata de una solución o simple disolución.
Desde la antigüedad, el ser humano consideró a la muerte como beneficio o flagelo. El acervo filosófico señaló que filosofar es aprender a morir, en el sentido de que pensar en el fin último ayuda a prepararse mejor a ese crucial evento.
Esta concepción fue la que acuñó poéticamente Horacio con su famoso “Carpe diem”, que significa aprovecha el momento presente, no desperdicies el tiempo, vive intensamente (como interpretó después el compositor Napoleón, con su canción Vive).
Al afrontar la muerte se concede sentido a la vida, para que no se convierta en un deambular sin propósito ni contenido, en monótono transcurrir sin apropiarse del ser, en inútil intento de evadir la presencia y contundencia de esa incómoda compañera.
El escritor argentino Santiago Kovadloff, reflexionó: “Durar sin ser es la mayor amenaza que pesa sobre nuestras vidas. Durar habiendo dejado previamente de existir. Prefiero, entonces, irme sin arriesgarme a ser la pérdida de esos bienes. Sin consistir en uno que se ha perdido. Sin ser mi propia disolución”.
Añadió: “Morir bien es morir a tiempo... La muerte no es, por eso y para mí, lo que sigue a la vida. Sino lo que a diario nos acecha. Lo que nos esteriliza. Lo que encallece la piel. La ausencia de propósito, la apatía, el desapego a los seres cuyo trato nos constituye en personas. La muerte es vida seca, marchita. Ésa es la muerte que mata y no la que viene después. Por eso, imploremos: que la muerte nos sorprenda sedientos todavía, ejerciendo la alegría de crear. Que nos apague cuando aún estamos encendidos”.
¿Afronto mi muerte?
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