En una especie de lotería caprichosa de la deshonra, el Presidente decide que todo aquel que se resista a sus medidas, debe ser sometido a la vergüenza social, no por resistirse, naturalmente, sino por ser ‘corrupto’. Así, nos amanecemos con que cualquiera puede ser sometido al escarnio público si el Presidente considera que esos actores amenazan su narrativa. No necesita, ya sabemos, probar sus dichos, ni que haya un juicio legal de por medio, en el cual las personas tienen derecho a defenderse. No, esta corte es, en realidad, una corte de los caprichos, un ring donde el Presidente golpea a quien no puede defenderse, siempre con el mismo gancho al hígado, en un innegable abuso de poder, y es también, paradójicamente, la corte de la impunidad y de la injusticia.

    La semana pasada escribí sobre el desaguisado de la cabeza de Tlalli y la estatua de Colón, en la Ciudad de México, lo que me llevó a pensar que los políticos dan por sentado muchas cosas. Por ejemplo, es para mí un misterio la razón por la cual asumen que sus posiciones ideológicas y sus decisiones, son asumidas por aquellos que los llevaron al poder. Pienso en esto porque muchas de las cosas que el Gobierno federal y el de la capital hacen y dicen, no estaba en ningún discurso de campaña.

    El Presidente, por ejemplo, se ha ensañado con grupos sociales que muy seguramente votaron por él, descalificándolos. Pienso en sus reiterados ataques a la clase media, a instituciones autónomas, a defensores de derechos humanos, a científicos y a la comunidad cultural. Si nos hubieran dicho que su gobierno se trataría de descalificar a cualquiera que tuviera discrepancias, e incluso a quienes se consideraban aliados, bajo el muy amplio paraguas de “corruptos”, muy seguramente no hubieran votado por él.

    La verdad, a pesar de que ya sabemos que esto es así, no deja de ser inquietante el método, que en el transcurso del sexenio ha ido empeorando y disminuyendo cada vez más cualquier posible interlocución, ya no digamos respetuosa, sino sensata. Toda crítica es asumida, desde el poder, como una acción orquestada por la derecha, animada por inconfesables intereses, así provengan de distintos lados del muy amplio espectro social. Así, se generan aberraciones como la desacreditación de padres de niños enfermos de cáncer, o padres de niños que tramitan amparos para vacunar a sus hijos, como “agentes” de las farmacéuticas. En una especie de lotería caprichosa de la deshonra, el Presidente decide que todo aquel que se resista a sus medidas, debe ser sometido a la vergüenza social, no por resistirse, naturalmente, sino por ser “corrupto”. Así, nos amanecemos con que cualquiera puede ser sometido al escarnio público si el Presidente considera que esos actores amenazan su narrativa. No necesita, ya sabemos, probar sus dichos, ni que haya un juicio legal de por medio, en el cual las personas tienen derecho a defenderse. No, esta corte es, en realidad, una corte de los caprichos, un ring donde el Presidente golpea a quien no puede defenderse, siempre con el mismo gancho al hígado, en un innegable abuso de poder, y es también, paradójicamente, la corte de la impunidad y de la injusticia. Hace días, por ejemplo, una periodista le preguntaba en la mañanera, si su gobierno investigaría a los ex presidentes, a los cuales ha señalado, en innumerables ocasiones, como delincuentes y asesinos y para lo cual hizo una consulta hace unos meses. Su respuesta fue que no, que su gobierno no investigaría a los ex presidentes, como lo dijo desde que llegó al cargo, pero enfatizó que lo importante es el juicio popular, la vergüenza pública, que “la gente sepa”. Como si la gente no supiera, por ejemplo, que el gobierno de Peña Nieto fue corrupto o que el gobierno de Calderón dejó una estela de horror. En realidad, al Presidente no le interesa la justicia, ni alumbrar qué fue lo que ocurrió en este país que se llenó de sangre y de fosas clandestinas. No le interesó nunca darle verdad y justicia a las víctimas. El tema de la justicia, para él, se constriñe a una pedagogía, que es lo que hace mañanera tras mañanera, para enseñarle a la ciudadanía que en realidad basta con señalar a alguien para convertirlo en culpable, que sus juicios son una forma de justicia y no un mero show mediático, muy dramático, donde el político más poderoso del país, desenmascara a los malvados enemigos del pueblo. Como si fuera una serie, en donde él es el paladín de la justicia, cuando en realidad la impunidad campea tanto como lo hacía en sexenios anteriores y es que ¿de qué le sirve al país que López Obrador estigmatice a analistas, periodistas, críticos y hasta tuiteros? No se me ocurre otra razón más que para fortalecer a sus bases, montar la simulación de que las cosas cambiaron, porque ahora ellos son los defenestrados en la palestra pública. La estigmatización de la corrupción, ha dicho, no de los corruptos, en un juego verbal que busca esconder la arbitrariedad de señalar, sin pruebas, a cualquiera.

    Por supuesto, lo que se busca es desacreditar a todo aquel que se oponga a la transformación que él encabeza. El problema, y muy grave, es que cuando los juicios sobre las personas provienen del poder presidencial, se convierten en llanas injusticias ¿cómo se defiende un ciudadano de a pie de la andanada de epítetos vertidos por quien tiene todo el poder?

    Y es que, en realidad, las acusaciones del Presidente no son otra cosa que eso: epítetos, que buscan generar animadversión popular, descrédito. Por desgracia, la retórica revanchista de este gobierno ha echado raíces en muchos, incapaces ya de distinguir, por la compensación sicológica de las muchas injusticias que ha habido en este País, entre lo que es demagogia y lo que es un hecho real. Para un grupo amplio de la población, lo que López Obrador diga es verdad, no necesita probarlo. Comparten ya esa razón ilegítima de que es indebido discrepar, criticar, resistir y hasta detestar a un gobernante. Y es que hay que decirlo, las personas tienen todo el derecho de pensar diferente, de organizarse, sin que esto los convierta en “corruptos” ilegales y malvados.

    Esto es así, porque México es un país plural, no un coto de poder de un solo hombre y su proyecto, por más democráticamente que haya ganado la Presidencia, o precisamente debido a ello, es que todos tienen la misma legitimidad para criticar al gobierno que no es, tampoco, una gesta, sino una administración.

    Naturalmente, la reiteración del método de descalificación del Presidente es muy preocupante. No solo por la injusticia misma, las mentiras, el abuso de poder, sino porque predispone a la sociedad a consentir abusos e injusticias, verdaderas infamias.

    En un ambiente semejante, donde la retórica del odio y la arbitrariedad desde el poder ha sentado sus reales, cualquiera, cualquier día, podría ser culpable de cualquier cosa: bastaría con no estar de acuerdo con el gobierno para convertirse en “ladrón”, “capo”, “corrupto”, sin que a nadie le importe, en realidad, la verdad. Las bases de la persecución política están allí, frente a todos, querido lector; el presidente las ha construido, día tras día, con la anuencia de todos. Ahora sabemos que no le interesaba perseguir a los corruptos, sino atacar a sus enemigos y a quienes han criticado a su gobierno, se resisten a las arbitrariedades. Esto, obviamente, nada tiene que ver con la justicia.

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