El esqueleto obvio de la vida

    Uno vive: amanece un día y otro, estudia, trabaja, vaga, hace cosas, se divierte, se aburre, se duerme y, en algún momento, uno mira su vida y descubre que ha adoptado una cierta regularidad, que está conformada por una rutina, pues aunque con cada nuevo paso se endereza o se tuerce la dirección de los días, todo ocurre en las mismas circunstancias y, generalmente, ahí metidos, no tenemos demasiadas opciones para dar un gran giro. Solo a veces, cuando uno decide enseñorearse, hacerse cargo de su vida, concibe un proyecto, una idea con la que se encadenará hacia una misma meta un cúmulo de meses o de años y, solo entonces, aparecerá un criterio para evaluar las decisiones como negativas o positivas: se elige lo que conduce a la meta y se apartan las desviaciones. Ese proyecto es -según su plazo y su jerarquía- la columna vertebral de la vida. Sin proyecto la vida va al garete como una lancha sin timón. De hecho, solo podemos decir que la vida es propiamente nuestra vida, cuando en la infancia, en la adolescencia, en la juventud o en la vejez decidimos en función de ese proyecto que hemos elegido por nosotros mismos.

    Y es que cuando es otra persona quien nos ha escogido el proyecto vivimos a medias nuestra vida, como ocurre con los actores que solo en parte son los personajes que interpretan. Y, sin embargo, ese guión escogido por el otro termina por convertirse en nuestra vida, pues, de algún modo, pasivamente, al permitirlo, lo hemos asumido como nuestro.

    ¿Qué quiere uno? ¿Uno quiere algo? Hay tantos que no saben lo que quieren y, sin embargo, van viviendo, eligiendo sin que sus decisiones se sumen hacia ninguna parte; eligiendo a contragolpe, como reacción a lo que se les viene: a estos también la vida los va haciendo, pues a lo que diariamente van enfrentándose no le oponen el dique del proyecto propio: es la vida la que los vive y no ellos quienes, en estricto sentido, viven su vida.

    ¿Qué quiero? es la primera pregunta de la serie que nos lleva a nosotros mismos: un paso elemental hacia nosotros, y al responderla lo hacemos con las voces de quienes nos han introyectado sus deseos, sus opiniones, en pocas palabras: sus gustos: lo que les gustaría que fuéramos. Y pese a que es tan elemental esta pregunta, son poquísimos aquellos que siquiera llegan a formularla. La inmensa mayoría adopta las respuestas que su contexto histórico le ofrece: el repertorio estándar de su época, las aspiraciones que configuran las específicas circunstancias que les han tocado y, ahí, como en una vitrina, están las metas que adoptan creyendo que de verdad es lo que quieren. Quien lo dude haga el esfuerzo por imaginar si sería el mismo que es si hubiera nacido en Groenlandia en el Siglo 19 o si la suerte lo hubiera puesto en Mozambique en el 20.

    Aunque también están quienes aspiran a todo lo contrario, y multiplican por menos uno lo que su circunstancia les propone. Se rebelan contra ese destino que a sus ojos es un destino fracasado y se mudan a la acera de enfrente. Son tan mecánicos...: si en su medio hay X y Y quieren anti X y anti Y. Y si ahí donde están se trata de llegar a tener una familia, no quieren una familia; si ahí las personas se mantienen arraigadas, ellos quieren irse, y si las expectativas son urbanas sueñan con el campo...

    ¿Qué quiero? supondría conocerse a uno mismo; pero ¿quién es uno mismo? Es una pregunta que no puede responderse, pues uno mismo no es sino lo que uno hace de sí mismo y para responderla es necesario que la vida o, al menos una buena parte ya haya transcurrido, ya esté desplegada ante nosotros. Pero uno vive al día, amanece un día y otro, se divierte, se aburre y, de vez en cuando, uno se propone algo y ese propósito (proyecto) va deformándose con el transcurso de los días y, sobre todo, por las dificultades del camino.

    ¿Soy lo que elegí? No lo creo. ¿Soy el que he sido? Tampoco lo creo y, sin embargo, sí soy lo que he sido, aunque nunca haya sido ni llegue a ser yo mismo.

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