El regreso de Quetzalcóatl

    Si algo caracteriza a los pueblos originarios en México es su diversidad cultural y su hibridación. Ni son iguales entre ellos ni son los mismos de hace 500 años. La manera de incluirlos en el desarrollo del País no es haciendo ceremonias en el Zócalo ni poniendo a Quetzalcóatl en un árbol navideño, sino escuchándolos.

    El poco agraciado y menos atinado árbol de Navidad en el Senado de la República es algo más que una polémica estética. Actualizar la vieja añoranza de Pascual Ortiz Rubio de sustituir a Santa Clos por Quetzalcóatl revive también un viejo debate sobre los usos políticos del indigenismo, una constante en este País más allá de ideologías y épocas históricas.

    Los primeros arranques de indigenismo propagandístico son, curiosamente, de Maximiliano, el Emperador impuesto desde Europa, quien, para la exposición universal de 1867, mandó reproducir la pirámide de Xochicalco y dentro de ella se exhibió una colección de arqueología mexicana. Mientras el pabellón lucía en París, Maximiliano fue derrocado y fusilado en el Cerro de las Campanas en Querétaro. En el porfiriato, cuando al mismo tiempo que comunidades enteras de indígenas eran esclavizadas y desplazadas de sus tierras, como sucedió con yaquis y mayos de Sonora, en la exposición universal de 1900, también en París, México presentó un pabellón neoclásico, pero con elementos indígenas. Destacaban unos altorrelieves en bronce en los que se “estetizó” (en realidad se occidentalizó) a los indígenas. Estas figuras, que luego se reprodujeron para el monumento a La Raza en Ciudad de México, presentaban algunas deidades y personajes de Tenochtitlan, siempre más altos y fuertes de lo que eran en realidad.

    Esta tendencia a la estetización racial y al uso político del indigenismo se exacerbó en el México postrevolucionario. La idea de Ortiz Rubio de sustituir a Santa Clos por Quetzalcóatl en la Navidad de 1930 no fue un acto aislado ni una ocurrencia del momento, sino parte de una política y una narrativa del México nuevo. Durante el Siglo 20 se avanzó mucho en materia arqueológica pero muy poco en el reconocimiento de las culturas y pueblos originarios. Eso sí, en la plástica revolucionaria y en la popular, típica de calendario de carnicería o cajas de cerillos, los indígenas eran cada vez más altos, más fuertes, más europeos.

    El árbol de la serpiente emplumada en el Senado de la República tampoco es un asunto fortuito o una ocurrencia matutina del oficial mayor. El gobierno de López Obrador, como sucedió en el porfiriato y en los momentos más álgidos del régimen postrevolucionario, hace un uso político y propagandístico del pasado indígena. El Presidente, más que sus antecesores, no pierde oportunidad de enaltecer el mundo prehispánico, pero no escucha razones y argumentos, por ejemplo, cuando plantean sus objeciones al tren maya. Los visita y se toma fotos con elementos ornamentales de cada etnia, pero es incapaz de entender la relación entre los pueblos originarios y la tierra que habitan, y de comprender la contradicción flagrante entre su idea de progreso y la cosmovisión indígena. Cada vez que se oponen a un proyecto los acusa de estar manipulados, como si ellos no fueran capaces por sí mismos de generar un amparo, un movimiento social o un discurso antidesarrollista. Este ninguneo es el peor de los insultos.

    Si algo caracteriza a los pueblos originarios en México es su diversidad cultural y su hibridación. Ni son iguales entre ellos ni son los mismos de hace 500 años. La manera de incluirlos en el desarrollo del País no es haciendo ceremonias en el Zócalo ni poniendo a Quetzalcóatl en un árbol navideño, sino escuchándolos.

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