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LA RAMBLA

La gambeta de ‘El Chuyín’

    La Colonia 10 de Mayo de los años 80 en Culiacán no era peligrosa para alguien que residiera ahí.

    Si acaso la mayoría se espantaba por la noche cuando sabían que “El Pelón” salía a llevarse lo que viera mal parado o de sólo pensar que andaban sueltos “El Blas” y “El Modesto” para cometer fechorías más temerarias.

    Conocíamos de heroína, de mariguana, de pastillas. Luego de coca, pero esa cura llegó para muchos con el tiempo.

    Sólo mirábamos pasar, muy seguido, a quien compraba droga por la calle o en la esquina frente a mi casa. Sabíamos dónde vendían y quién tenía la facha de querer comprar.

    Mi padre o mis hermanos más grandes se levantaron muchas veces a gritarle a quien tocaba con fuerza la puerta que esa no era la casa de la esquina que andaba buscando en la que vendían perico.

    Para aquellos tiempos, lo nuestro era jugar. Jugar mucho.

    Muy de niños a las canicas, al trompo. A los hoyitos, la chichilegua cuando se juntaba toda la banda, incluidas las morras, hasta las escondidas o las tentadas.

    Ya muy tarde, antes de que sirvieran la cena en nuestras casas, era hora de descansar y contar historias de terror.

    Entrados en la adolescencia, el mayor vicio para todos era jugar al futbol, al básquet, en algún momento hasta ajedrez aprendimos, tuvimos hasta un equipo de beisbol para jugar en el torneo del Parque 87, con pelota de sport y manilla, algo muy inusual para la zona.

    Pero sobre todo el futbol.

    Por eso es difícil olvidar de aquella figura delgada, morena, con pelo cenizo y quebrado. Vestido con no más que un viejo pantalón del uniforme que doña Rosa le había cortado las mangas para dejarlo en short, descalzo y sin camisa.

    Con un plato de plástico, en el que muy seguramente se había servido un par de huevos revueltos con un poco de frijol, y que ahora lo utilizaba como volante de su vehículo de carreras imaginario.

    Y estoy seguro que era de carreras, porque además del ruido ensordecedor que buscaba imitar con su garganta, lengua y labios, patinaba corriendo en el mismo lugar, como si fueran las llantas traseras.

    Había llovido y el lodo era lo menos importante para quienes éramos los eternos visitantes de ese tramo de la calle 19 de Septiembre, entre la Azucena y la Geranio. Llovía y sólo se enlodaba una parte, porque la otra estaba llena de arena y otra parte, pegada a mi casa, casi siempre llena de ramas.

    Podíamos jugar futbol incluso después de llover, y poco a poco, con las pisadas, el terreno se volvía más liso. Para las porterías, lo de menos, un par de piedras o tablas.

    “El Pedrín”, “El Ñeñe” y “El Chuyín”, los tres eran inseparables.

    “El Güilín”, le decía mi tío de enfrente, porque se le notaban los huesos, y éste soltaba la risa genuina antes de devolverle la palabra, con su acento de lengua pegada.

    “El Chuyín”, delgado y moreno como escribí, antes no era bueno para la escuela, pero todo mundo lo quería en su equipo de futbol, porque era veloz, sabía mover la pelota y cabecear.

    Lo aprendió viendo el televisor, yendo al estadio de la 10 de Mayo a ver a los adultos y soñando con el América de Leo Beenhakker en los 90, el de las águilas africanas en el fútbol mexicano.

    “Como Biyik”, gritaba antes de saltar a buscar cabecear un balón, a pesar de lo difícil que es meter un gol de cabeza en el fut con porterías de piedra.

    “Kalusha, Kalusha”, gritaba cuando conducía el balón y los regordetes de sus rivales no podían moverse lo suficientemente rápido para darle alcance.

    También aprendió a cachar con la manilla y a batear con el aluminio o madera. A barrerse, a ponerse los arreos y gritar que mascotas como Héctor Estrada, con toda y la dificultad que la lengua pegada le provocaba pronunciarlo.

    “El Chuyín” creció e intentó salir de la 10 de Mayo, después de que sus sueños se apagaron. No le fue bien en la escuela y no llegó a destacar más en el deporte, que era lo que más quería.

    Luego le gustó más la vagancia.

    Supe que comenzó a conducir un taxi y un maldito día, con otros dos amigos, se subió a una cuatrimoto solo para sufrir un brutal accidente.

    Uno de ellos falleció y “El Chuyín” pudo verle la cara a la muerte por primera vez.

    Con el alma maltratada y los golpes del accidente, prácticamente se reinició, aprendiendo cosas que se le olvidaron de un chinga..., con una ayuda de su familia.

    ¿Y este señor quién es?, preguntaba a veces al ver a su papá en el desayuno.

    Pero en poco tiempo volvieron a sonar sus buya escandalosas como sus carcajadas, su carrilla pícara y su personalidad despreocupada poco a poco volvieron a apoderarse de su figura y comenzó a conocer a sus amigos y vecinos.

    Después supe que le gustaba fumar mota, que se le disparaba el buen humor, que con el cigarro prendía el cotorreo con la raza que se quedó en la 10 de Mayo.

    Pero las secuelas del accidente le impidieron hallar otro trabajo normal, por lo que comenzó a ayudar con mandados a uno de los que les fue bien por el barrio.

    El pasado 13 de mayo se cumplió un año de que alguien me contó que “El Chuyín” no debía estar ahí, entre los cadáveres que dejó un ataque armado a unos 100 metros de su casa.

    Le habían comentado que no se llevara tanto tiempo ahí, que le bajara a su ganas.

    Pero “El Chuyín” no quiso privar de su buen ánimo a nadie, hay fotos, hay videos suyos bailando e incitando al cotorreo a los demás.

    “El Chuyín 33”, como se decía él mismo, su apodo de cholo, se quedó ahí, en medio de un ataque armado por la calle 19 de septiembre.

    A unos metros de donde yo lo vi por primera vez, sin camisa, sin huaraches, imaginando acelerar un auto, con un plato de plástico en las manos como si fuera un manubrio y resbalando sus plantas en el lodo.

    A unos metros de donde lo vi celebrando los cientos de goles entre dos piedras, como Biyik, como Kalusha.

    A unos metros de donde imitaba a Héctor Estrada, mascoteando detrás de home, y de donde se lo llevaba doña Rosa, cuando éramos plebes, porque ya era tarde.

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