La impotencia aprendida

    Hay un conflicto que mantiene su debate a lo largo de toda vida humana: la pugna entre el deseo y la imposibilidad y, de hecho, la biografía de cada quien no es más que el saldo de esa lucha. Uno quiere, y para lograr su propósito hace un intento, y luego otro, y se prepara mejor, y le echa más ganas, y hasta pone en juego numerosas estrategias. Al final hay sólo tres opciones: se pudo, no se pudo o se pudo a medias.

    Esta pugna da su sentido a todo, porque nada importa por sí mismo, sino en función de lo que aporta o quita para lograr nuestro deseo. Por ello son importantes la investigación, las relaciones, el empeño, las buenas o las malas artes, la persuasión, las reglas, el dinero y mil cosas más. En pocas palabras: lo que hacemos, empleamos o inventamos es para salirnos con la nuestra. Hay esfuerzos desmayados y los hay denodadamente intensos, hay modos legales e ilegales, hay batallas que se dan en equipo y luchas solitarias: el deseo es el motor que nos pone en marcha en el tablero de los días y las noches (esta metáfora es de Borges), y la dificultad es esa fuerza opuesta que depende de innumerables factores: lo que deseamos no es nuestro, no es fácil, no quiere, no existe o está prohibido.

    Este combate lo he planteado muchas veces aquí y en otros espacios; hoy quisiera abordarlo desde el ángulo psicológico o, al menos, con una categoría que acuñó el psicólogo Martin Seligman: la indefensión aprendida (“la impotencia aprendida”, habría sido mejor), pues con ese concepto se ilumina un rincón del problema: el rincón donde se encuentran quienes, por acumular un número indeterminado de fracasos, optan por descalificarse y renunciar de antemano a cualquier nuevo intento. El fenómeno se observó inicialmente en perros a los que se les sometía a una descarga eléctrica: un grupo podía suspender la corriente moviendo una palanca y el otro, en cambio, aunque pudiera mover la palanca, seguía recibiendo la descarga. Cuando lo que hacían los perros no influía en el resultado, estos incomprensiblemente dejaban de tratar de ponerse a salvo e, incluso, aunque la puerta de la jaula se abriera y pudieran salir, ya no se movían, se quedaban ahí sin intentar nada.

    Las conclusiones de ese experimento resultaron extraordinariamente esclarecedoras para entender la abulia, la depresión, la pasividad de ciertas personas que asumen resignadas su suerte pues, a fuerza de no poder controlar lo que ocurre en algunos aspectos de sus vidas, terminan por sentirse incapaces de resolver el más insignificante de los problemas, generalizando así su impotencia. En un mundo donde hacer o no hacer da el mismo resultado, uno se convence de que el hacer no tiene ningún sentido, de que los actos propios siempre yerran y, en consecuencia, uno, al igual que los perros del experimento, renuncia a salirse por la puerta aunque esté abierta.

    La indefensión aprendida permite entender el por qué, en la pugna entre el deseo y la imposibilidad uno se vuelve cómplice de la imposibilidad, pues no solo opera la adversidad del mundo para impedirnos lograr lo que queremos, sino que uno mismo autodescalificándose levanta los hombros y dice: “ni modo”, “total”, “qué más da”, “así es la vida”.

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