Los niños y niñas que desamparamos
Infancia utilizada para la mendicidad

OBSERVATORIO

    A ningún servidor o servidora pública le interesa percibir desde la comodidad de sus oficinas refrigeradas a las niñas y niños que son utilizados para la mendicidad en cruceros de las ciudades de Sinaloa, éstos bajo las candentes temperaturas que rozan y en ocasiones superan los 40 grados centígrados. Aquí es donde empieza la incineración del futuro de aquella infancia que nace destinada a la perpetuidad de esa estirpe olvidada por los políticos, por la sociedad y al parecer también suelta de la mano de cualquier divinidad.

    ¿Quién puede decir que no los ha visto, desde la alta presencialidad que ellos tienen, tan expuesta como dolorosa? Unos aprisionados con rebozos en las espaldas de sus madres, otros con malabares imperfectos que exhibe el circo de la vida al que saltan sin red de protección, y los más con las manitas estiradas como extensión elástica de miradas tristes y amaneceres sin más albas que aquellas que a fuerzas les pueden arrancar a la miseria.

    Son niñas y niños que siempre voltean a vernos de reojo con un dejo de recriminación. Supervisan la inequidad que los pone en la cuerda floja de la existencia, ellos prendidos del delgado hilo de la sobrevivencia y nosotros sostenidos por el roído cáñamo de la conmiseración. En ese encuentro en las esquinas que busca los porqués del abandono colectivo, los pedigüeños nos sentencian por indolencia mientras las autoridades nos amonestan por la dádiva ofrecida.

    Pero se trata de una convivencia de valores entendidos. Ellos, los hijos de la mendicidad, apagándole fuegos a sus múltiples infiernos; los sinaloenses dándoles la limosna u obsequiándoles un gesto de molestia a través del parabrisas, al tiempo que las autoridades estatales y municipales los dejan estar, los dejan ser, en el ficticio mundo del bienestar o la felicidad en el que no caben los chiquillos de la feroz industria de la inopia.

    En otras ocasiones hemos expuesto en este espacio que las instituciones de rescate y protección a la niñez deben intervenir en detener de tajo la explotación infantil y, por más lacerante e impopular que sean las decisiones, devolver a los pequeños a las escuelas y los centros de asistencia hasta transformarles para su bien el destino. Son las mismas veces que el llamado ha sido ignorado en los despachos con sombra y temperatura artificial de 25 grados que habitan seres con buenos sueldos, pero duros sentimientos.

    De ninguna manera es redundancia insistir en enfocar los recursos necesarios y la voluntad política indispensable en apoyo a las niñas y los niños. El 51 por ciento de ellos vive en situación de pobreza en México y 4 millones se encuentran en pobreza extrema, contingencia que los arroja a las calles a pedir limosna, según datos del Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social. También hay que vincular el fenómeno a la trata de personas, pues se vuelve inimaginable que sean los padres los que obligan a sus hijos a ese porvenir sombrío.

    Los gobiernos gastan en mil cosas superfluas y ante problemas como la utilización de niños con fines de indigencia prefieren cerrar los ojos como si al no ver el drama callejero éste desapareciera por el conjuro de la indolencia. Es lo opuesto: por cada carita chamagosa, de manchas por desnutrición y con ojos que imploran solidaridad, los organismos como el Desarrollo Integral de la Familia o la Procuraduría de Defensa del Menor evidencian la derrota en su funcionamiento y en sus quiméricas declaraciones de propósitos.

    Bajo el sol calcinante de Culiacán, Mazatlán, Los Mochis o cualquier comunidad urbana de Sinaloa la vida nos restrega lo injusto que somos con la infancia del mañana cancelado. Esos niños pueden ser, tienen que ser, los amigos de nuestros hijos y nietos que en igualdad de oportunidades se conviertan en los médicos, ingenieros, abogados, periodistas o cualquier otro profesional que se sume a la construcción del progreso común.

    Nadie tiene el censo completo que devele la dimensión del reto, aunque todos llevamos clavada la espina de comportarnos impasibles ante la desgracia de los niños en situación de calle o de mendicidad. A lo más que llegamos es a la moneda ofrecida a ellos en una hipócrita operación en la cual la permuta pretende comprar la particular paz de conciencia. Y enseguida nos vamos sabiendo que al día siguiente los vamos a encontrar allí, sin que les sea distinto el infortunio.

    ¿Dónde están los albergues que cuiden de ellos y los induzcan hacia la salida del laberinto de pobreza, ignorancia, explotación y peligros de todos tipos? ¿Dónde las escuelas que los reciban e inserten en la misma escala de niñez con enseñanza universalmente impartida? ¿Qué espera el Gobierno y el sistema humanitario para hacer valer las leyes y tratados que establecen que estos pequeños tengan a salvo sus oportunidades y derechos, así sea en contra de la voluntad de sus padres? ¿Los vamos a dejar así, atados al tren a la nada sin retorno en que viajan?

    Reverso

    El abandono a estos niños,

    Nos recrimina un detalle:

    Sinaloa con sus desaliños,

    Los hace hijos de la calle.

    Niños bajo fuego

    Víctimas “colaterales” de la barbarie mexicana, la de los 38 mil homicidios dolosos en los primeros 30 meses de la “Cuarta Transformación”, los niños como siempre llevan la peor parte. Información del Fondo de las Nacionales Unidas para la Infancia da a conocer que en este País son asesinados cada día cuatro niñas y niños en promedio por la violencia reinante. Y en uno de cada 10 feminicidios las víctimas tienen de entre 0 a 17 años de edad, según la Red por los Derechos de la Infancia en México. El panorama da para colocar una mano en el corazón y la otra dedicarla a secar las lágrimas... y dejar que el silencio diga todo lo demás.

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