Edmund Burke fue un escritor y político irlandés que se manifestó en contra de la insurrección en Francia (falleció ocho años después de la toma de La Bastilla), como señaló en su libro Reflexiones sobre la revolución francesa, donde acuñó una frase que pasó a la posteridad: “Para que el mal triunfe, solo se necesita que los hombres buenos no hagan nada”.
En efecto, para transformar a la sociedad no se necesitan más cárceles ni policías (nunca serán suficientes), sino que quienes se consideran buenos no hagan nada por mejorar el entorno en que viven. En decir, permanecer tibios e indiferentes a la realidad circundante.
Sí, no hay peor mal y enfermedad que la indiferencia, como cantó Julio Jaramillo: “Ódiame por piedad yo te lo pido, ódiame sin medida ni clemencia. Odio quiero más que indiferencia, porque el rencor quiere menos que el olvido”.
Para el indiferente, la persona que padece y sufre no le inquieta; es más, ni siquiera parece verla y acalla su conciencia, o aprende a ignorar los sentidos reclamos que brotan desde lo más profundo de su ser.
Al dirigirse a los miembros de la fundación “Centesimus Annus Pro Pontifice”, el Papa Francisco subrayó: “podemos ir más allá de los muros del egoísmo y de los intereses personales y nacionales; más allá del poder del dinero que a menudo decide las causas de los pueblos; más allá de las vallas de las ideologías, que dividen y amplifican el odio; más allá de todas las barreras históricas y culturales y, sobre todo, más allá de la indiferencia: esa cultura de la indiferencia que, desgraciadamente es cotidiana. Todos podemos ser hermanos... Puede parecer una utopía inalcanzable. Preferimos creer, en cambio, que es un sueño posible”.
¿Me vence la indiferencia? ¿Ignoro las necesidades de los demás?
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