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"Expresiones de la ciudad"

"A propósito del Día de las Madres"
La ruta del paladar
07/11/2015 10:26

    Tratándose de los hijos,
    una madre siempre espera un milagro.

    Cada vez que miraba o escuchaba algo fuera de lo usual, sobre todo asuntos que tenían que ver con actitudes en contra de la moral, mi tía la arpía daba en decir: ""Nos somos nada, Jesucristo bendito, ¡no somos nada!". Pero mi tía la arpía desde hace tiempo que le rindió cuentas al Creador, o a la tierra, o a los gusanos, o quién sabe a quién diablos, porque no era cosa buena, con todo y los persignaditos hipócritas que se aventaba. Pero de vivir los tiempos de ahora, seguro que le daría un soponcio por desbarajustes entre la diástole y la sístole de su áspero corazón, porque, oiga, hasta yo he repetido la frasecita ésa cada vez que me pongo a pensar en qué irá a parar este mundo, a dónde se van a ir tantas de las cosas que han alcanzado el pináculo de lo sagrado.
    Y pues, bueno, una de estas cosas es la familia y, montada en el pedestal más alto en su interior, la figura de la madre. Gracias a un texto que me acaba de facilitar mi amigo Carlos Ayala, escrito por Gilles Lipovetsky, leo, ¡Ave María Purísima!, que qué puede quedar hoy en día de la moral familiar tradicional en la era de bancos genéticos, de embriones congelados, de inseminación artificial y de fecundación in vitro, métodos mediante los cuales una mujer puede ser fecundada por un genitor anónimo o por un hombre muerto, o la madre de una mujer puede traer al mundo al hijo de su propia hija. Pero esto puede ser lo menos, oiga, porque con eso de la clonación, ¡Jesús mío!, ahora sí que no somos nada, ¡no somos nada!
    Si las cosas han de marchar por allí, quédome frito del cerebro tratando de saber en qué va a quedar la imagen de lo que damos todavía en llamar "cabecita blanca", es decir, la madre, centro de veneración familiar.
    Pero fíjese que hay quien diga que el modo como se practica tal veneración no es del todo natural, sino que mucho de ello proviene de los modelos propuestos por el cine mexicano de la Época de Oro.
    Y es que hay estudiosos del séptimo arte en nuestro país que han dicho que el cine, desde que empezó a "hablar" en los años 30, generó e integró a la cultura popular una serie de imágenes, fundamentalmente la del charro, la prostituta, la madre y el cómico. En lo que se refiere al modelo de la Madre, que fue Juan Orol quien dio la pauta al filmar Madre querida, donde lo materno se presenta ya como una cosa monstruosa, totalizadora, demoledora, con un ideal propuesto para que los hijos, si son varones, busquen una esposa que se parezca a ella; y si son mujeres, tendrán que ser como su madre cuando tengan su propia familia.
    A decir de un especialista, eso de la "cabecita blanca" no es más que un producto del séptimo arte que se convierte en el esquema modelo de la vida real, un triunfo total del cine mexicano sobre la sociedad en que nace. Y de allí la fama y la relevancia de Sara García, quien llegó al extremo de sacarse los dientes para hacer no sólo de madre, sino también de abuela, cuyos papeles, en términos generales, pueden resumirse en la caracterización de una madre de tarjeta postal, ante quien el hijo debe sentir agradecimiento, veneración, complacencia y complicidad, pero nunca una relación razonada, equilibrada.
    Se trata de una madre sobreprotectora, cursi, chantajista sentimental. Siempre impartiendo su bendición, siempre chillona y en quien se ha centrado el ideal de la mujer mexicana.
    ¿Cómo le quedó el ojo? Pues verá que yo lo traigo irritado y lagañoso, luego de días y días de estar pegado a la pantalla viendo la película Cuando los hijos se van, pero no la versión "moderna" con Amparo Rivelles, Fernando Soler y Alberto Vázquez, sino la original, la clásica, filmada en 1941 con la actuación de Sara García, el mismo Fernando Soler y Emilio Tuero.
    Uta, madre mía, qué dramón, cuánta lágrima derramada y qué trabajito el que me mandé, hora tras hora, tecla tras tecla, sacando el guión de la película y sin que se me fuera una línea de los diálogos. Mire, es de suponerse que debía verla con ojo crítico, pero el maldito ojo qué crítico ni qué nada, pues cuando menos pensaba allí estaba el infeliz, nubladón, como que quería llorar, ¡ya lloró!
    ¿Y qué vi allí? Una madre supersticiosa, una madre que siempre tiene el ¡Jesús! en la boca, una madre con ojos en el corazón. Hay un momento en que el padre debe castigar al hijo por una falta cometida, pero ella ruega, suplica por su inocencia.
    El marido le dice: "Dios te conserve la ingenuidad". Y ella le responde: "Dios me conserve mi adivinación de madre". Pero la verdad tiene que aclararse, sí, porque tratándose de los hijos, una madre siempre espera un milagro.
    El hijo acusado le pregunta a su madre que si confía en su inocencia y ella le dice: "Lo sé, hijo. No te afanes, que lo sé. ¡Me lo dice el corazón!". ¿Y la novia? ¿La novia lo creerá culpable? "Serénate hijo que, cuando la mujer ama de verdad, tiene un claro instinto que no la engaña".
    Por supuesto que la madre acaparadora está presente. Cierto día uno de los hijos, que estudia en la capital, avisa que no vendrá a la cena navideña.
    El marido dice a su mujer que pues ni modo, que se trata de su carrera, pero entre lágrimas ella dice: "¡Y para qué lo quiero con carrera lejos de mí!". Y que su hija deja al novio para casarse con un rico: "Yo sé que no vas a ser dichosa porque la felicidad, perdurable y real, consiste en ceder al amor y no al interés". Cierta mujer declara que no le gusta la maternidad y nuestro personaje se asusta: "¡Parece increíble que una mujer no quiera ser madre!".
    Un día el jefe del hogar corre al hijo de la casa y encierra a su esposa en la habitación. Ella suplica, llora, clama por verlo: "¡Nada me importa su falta! ¿Cómo se va a ir el hijo de mi alma sin mi bendición?".
    Hay una escena que ay, Diosito de mi vida, la señora madre abrazada de un radio, llore y llore (y yo también), escuchando a su hijo cantar, aquel hijo que corrió su marido.
    En el clímax del filme este hijo muere por salvar la casa de sus padres, que había sido embargada. Pero como una madre también es médium, ella, meses después de la tragedia, conversa con su esposo, le dice que la soledad ya no le pesa tanto, que siente como si en los muros, en las piedras y en los pisos de la casa corriera la sangre tibia de su hijo. "¡Sí, eso siento, que mi hijo vive en toda la casa, que nos acompaña y que nos anuncia el retorno de los demás!".
    Y pues, oiga, no lo sé de cierto, pero supongo que en su casa, como en la mía y en la de muchos, todavía se venera la figura de la madre y también se llora cuando los hijos se van. Por eso, por la tradición, por amor, por respeto o por lo que diablos sea, vaya mi cariño a las madres que ahora me leen. Y por supuesto a la mía. Y punto.

    Comentarios: jbernal@uas.uasnet.mx.