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Columna

La dama antigua de la finca solitaria

La ruta del paladar
22/06/2021

Cuando era niño y andaba en pandilla, era un contento andar de vago por montes, calles y rincones de la ciudad, merodeos que también disfrutaban los demás chavales de la tropa, como cuando nos adentramos a los chiribitales que se localizaban tras las instalaciones del Canal 3 de Culiacán, justo donde ahora se ubican los residenciales Montebello, Lomas de San Miguel y Balcones de San Miguel, pero que entonces se componía de vainoros, palos blancos, mezquites, huizaches y cierta fauna.

De aquel paraíso que se movía entre lo seco y el verdor según la época, tengo la herencia de un cenzonte que canta por las tardes.

Y lo digo casi con las plumas en la mano, porque vivo en el área.

Creo que ya desde entonces me obsesionaban las fincas que me parecían antiguas, vejez medida desde la perspectiva del ojo infantil, de modo que me podía pasar largos ratos con la mirada clavada en una pared desvencijada, en un montículo de escombros, en una ventana derruida, imaginando las vidas de quienes allí moraron, la enorme gama de los perfumes de la cocina, las voces y los gritos, las horas de infortunio y alegría. Y siempre la muerte, es decir, elucubrando sobre los que allí había muerto, lo que irremediablemente me llevaba al campo de los fantasmas, porque creía en ellos.

Ya se podrán imaginar entonces el tremendo impacto de aquella vez cuando nos le quedamos viendo a la fachada de una casa que nos pareció vieja y hermosa, y que de repente se abrió la puerta.

Pero del susto transitamos a la curiosidad porque lo que vimos no fue un fantasma, sino el apacible rostro de una viejecita de pelo totalmente cano, de voz lenta y dulce, cuyo semblante se iluminó al ver a la inocente pandilla fisgoneando en las afueras sin más pretensión que el ánimo de fantasear.

Y de súbito nos invitó a entrar, que si la finca nos llamaba la atención, en el interior podríamos apreciar mejor los detalles. Los de la pandilla nos miramos a los ojos, asentimos sin pronunciar palabra y para pronto nos dejamos guiar por aquella ternura de dama antigua, quien fue y se acomodó en una mecedora mientras nosotros observábamos fotos de personas de horas aún más pretéritas, muebles con detalles de madera, jarrones y aquella inmensa soledad dentro del caserón.

Algún mecanismo de confianza se activó porque visitamos como dos veces más a la dama y su soledad, quien no nos decía gran cosa, pero a nosotros nos bastaba su sonrisa. Y no fuimos más, porque llegó el día en que nadie abrió la puerta y ella se fue para siempre de nuestras cortas vidas.

La anécdota de la señora sola aconteció en el número 30 de la calle Dr. Ruperto L. Paliza, primer cuadro, casi al llegar a la esquina del boulevard Madero, inmueble que aún permanece intacto y que en estos días se encuentra a la venta. No sé nada de su estilo arquitectónico, pero ya me contará don Carlos Ruiz Acosta, con quien me reuní hace poco y de sus manos recibí el libro “Arquitectura de Sinaloa en el siglo XXI”, que firma junto con Alonso Carrillo, cuya lectura tengo pendiente, aunque primero debo revisar el libro “Modernidad arquitectónica de Sinaloa”, de Alejandro Ochoa Vega.

Por lo pronto estaría encantado de saber quiénes en realidad moraron en el domicilio que menciono, a qué familias perteneció, quién era y cuál fue el destino de aquella viejecita que nos maravilló con su sonrisa y su silencio, porque hoy no creo que haya sido ningún fantasma. Y punto.

La anécdota de la señora sola aconteció en el número 30 de la calle Dr. Ruperto L. Paliza, primer cuadro, casi al llegar a la esquina del boulevard Madero, inmueble que aún permanece intacto y que en estos días se encuentra a la venta.
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