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columna

La generación análoga y digital

La ruta del paladar
27/07/2021

Vengo del pasado. Pertenezco a una generación capaz de recordar en blanco y negro. Soy de un tiempo en el que los jóvenes solían usar pantalones de terlenka, viajar sin necesidad de moverse del cigarro y escuchar aquellos discos de acetato con música de Los Beatles. En mis años de niñez las noches eran más oscuras y podías ver las estrellas, los parques estaban vivos y en las calles reinaba el bullicio infantil; se respetaba a los padres, también a los maestros ya todo adulto a la redonda.

Vengo de un pasado con perfume a queso fresco y asadera, a tortillas de nixtamal y café Marino de coladera; vengo de un pasado del que emerge con nitidez la rica fragancia de la tierra mojada.

En el pasado que les digo había cachimbas de petróleo, catres de jarcia, pabellones para evitar los moscos, juegos que ya no existen, árboles frutales, albahaca y yerbabuena, aparatos de radio para escuchar a “Porfirio Cadena” o baseball, consolas enormes con lugares para guardar los discos, juguetitos artesanales de madera, trompos, baleros, muñecas de sololoy y pontenis para las niñas, lo mismo que matatenas y cuerdas para saltar; en aquellos años jugabas sólo después de haber cumplido con los deberes, como haber hecho las tareas escolares y algún encargo de papá o mamá.

Todo ello es una virtud para quienes aún permanecemos aquí, además de tremendamente disfrutable porque significa que tenemos la esplendorosa oportunidad de coexistir en dos mundos.

Quienes nacimos máximo en la década de los 60 sabemos de la gracia de escribir una carta de puño y letra, pero también enviar un e-mail o un mensaje de WhatsApp; sabemos manejar la máquina Olivetti o Remington que nos pongan enfrente, pero también redactar en una tableta o en un teléfono inteligente; conocimos la aventura de jugar hablando a través de un hilo asido por los extremos a latas de cerveza, pero además platicar sin dificultad por teléfono celular. Somos análogos y digitales.

Y más atrás que análogos, puesto que tenemos presente al cartero que llegaba silbando frente a la puerta trayendo las buenas y malas, situaciones que hoy descubrimos por correo electrónico; somos pretéritos porque gozamos de la cabal confianza humana, como cuando nos fiaban en el abarrote de la esquina, cuando hoy sólo nos prestan si contamos con deshumanizadas tarjetas de crédito.

Pero además es genial cuando al recorrer calles y rincones de la ciudad (en este caso, en Culiacán) se te van revelando historias e imágenes de una manera soberbiamente mágica, en el sentido de que miramos lo que los otros no ven, como cuando decimos , por ejemplo: aquí había tal o cual cosa.

A mí me encanta cuando camino y llego al cruce de la avenida Álvaro Obregón y bulevar Francisco I. Madero, y recordar que yo vi erigirse el otrora Hotel Executivo, hoy Hotel Wyndham; pero seguramente exista alguien por allí que haya sido testigo del inmueble que antes hubo allí, de dos plantas, que daba sitio a una farmacia ya una tintorería. Si mal no recuerdo, alguna vez don Miguel Tamayo me contó que ese fue el domicilio de un tal Avelino Morales. Pero no me hagan mucho caso porque sólo estoy apelando a los dictados de la memoria, y ésta suele empezar a fallar con los años.

De cualquier manera me siento sumamente bendecido con lo que viví, con mi presente y con los recuerdos, a tal grado que a veces me gusta medir la edad a partir de espacios o situaciones que van cambiando, de mundos que se desmoronan, o que renacen con tremenda majestuosidad. Y punto.

Quienes nacimos máximo en la década de los 60 sabemos de la gracia de escribir una carta de puño y letra, pero también enviar un e-mail o un mensaje de WhatsApp; sabemos manejar la máquina Olivetti o Remington que nos pongan enfrente, pero también redactar en una tableta o en un teléfono inteligente; conocimos la aventura de jugar hablando a través de un hilo asido por los extremos a latas de cerveza, pero además platicar sin dificultad por teléfono celular. Somos análogos y digitales.
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