|
Columna

Los intrépidos que fundaron la Colonia Universitaria

La ruta del paladar
07/09/2021

Hablo de cuando Ciudad Universitaria no estaba bardeada y entrábamos a nuestro aire. Hablo de cuando no existía la Torre Académica y en su lugar había un burro que hacía funcionar el mecanismo de un exprimidor de jugo de caña. Hablo de cuando aún no estaba el Jardín Botánico y aquello era un chiribital de los tiempos originales. Hablo de cuando tras el panteón de La Lima sólo había mezquites y vinoramas. Hablo de cuando el Centro de Ciencias ni siquiera cabía en la imaginación.

Así hallé todo eso cuando entré a la Escuela de Derecho de la UAS en 1980, sin sospechar que una noche decembrina de 1982 un grupo de universitarios festejaría Navidad casi en medio del monte.

Esto me lo contó Víctor Hugo Aguilar Gaxiola, cuando él y otros connotados universitarios rosalinos se habían adjudicado el derecho de tomar posesión del terreno ubicado frente a CU, tanto al costado como en la parte trasera del viejo cementerio de La Lima, iniciando de esta manera la historia de la Colonia Universitaria, cuyos principios no fueron fáciles para quienes protagonizaron la odisea, como me lo dijo Jaime Palacios en una charla, a quien le retiraron ciertos derechos como trabajador sindicalizado, por “atentar contra el patrimonio” de la célebre Universidad Autónoma de Sinaloa.

Eran días de Jorge Medina Viedas como Rector de la casa de estudios; eran también días de Rubén Rocha Moya como Secretario Ejecutivo del Sindicato que representaba a los académicos de la UAS.

Pero nadie vaya a pensar que los terrenos en posesión eran ajenos a la UAS, porque pertenecían a la institución, donados por Froylán Alvarado -me informó Víctor Hugo Aguilar-, aunque, según, estaban destinados para que en un futuro Ciudad Universitaria pudiera extenderse; sin embargo, figuras como Jaime Palacios y José Antonio Ríos Rojo llegaron a insinuarme que dicho predio estaba en los planes de vivienda para universitarios, de tal manera que nada más se adelantaron los hechos.

Para los ocupantes del terreno fueron días de córrele porque te pego, azuzados por un sector institucional que los veía como delincuentes; dada la situación, me confesó Jaime Palacios, urdieron generar un distractor que concluyó con la invasión del predio federal que hoy es ocupado tanto por el Jardín Botánico como por el Centro de Ciencias de Sinaloa, hecho ocurrido hacia enero de 1983.

El plan les funcionó de maravilla, pues a las primeras de cambio el gobernador Antonio Toledo Corro volvió a mostrar su enojo espabilando a los invasores, suponiendo que aún no había alcanzado a asimilar la derrota política en su guerra contra la UAS, al tratar de desaparecer sus preparatorias.

Esa guerra, señores, que de verdad nos cohesionó a todos en la UAS, sin importar pertenencias ni fobias políticas; esa guerra, señores, que nos hizo participar en marchas monumentales tras un “¡sí que sí, ya volvimos a salir!”, propiciando el entramado de una genial familia universitaria, estirpe que no se dejó amedrentar por el “tigre” Toledo Corro e hizo suyas plazuelas y calles, marchando a grito abierto: “¡Y se dice zapatista! ¡Sí, señor! ¡Pero es latifundista! ¡Sí, señor!”, lo que causaba la simpatía y aprobación de cuantos nos veían pasar. Y nosotros: “¡Únete pueblo, no somos del PRI!”.

Hoy son otros los tiempos y cada quien anda en lo suyo. Lo mío es continuar celebrando la capacidad de recordar en blanco y negro, donde cabe el afán de no olvidar cómo se ha ido edificando el paisaje urbano reciente, como la historia de los intrépidos que fundaron la Colonia Universitaria. Y punto.

Periodismo ético, profesional y útil para ti.

Suscríbete y ayudanos a seguir
formando ciudadanos.


Suscríbete
Regístrate para leer nuestro artículo
Esto nos ayuda a identificarte mejor al poder ofrecerte información y servicios justo a tus necesidades al recibir ayuda de nuestros anunciantes.


¡Regístrate gratis!